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Uno murió en la época en que el otro crecía, hacia fines de los años treinta, en un Uruguay apenas centenario. Uno pintó de grande, a los 60 años, y el otro desde muy joven. Uno creció en el campo y tuvo un vínculo inicial con el interior del país. El otro fue abogado, pensador y político, y mantuvo un respeto profundo por ese mundo que pintó desde sus recuerdos en una relación espiritual, de ideas. Y con una sensibilidad a prueba de todo. A los dos los une en estos días una muestra curiosa organizada por los responsables del Museo Figari en la Ciudad Vieja. Uno, claro, es el propio Pedro Figari (1861-1938), el humanista de los “candombes”, el de los patios de estancia, el de los personajes autóctonos, figuras de una iconografía que lo identifica como a pocos que y que representa buena parte de esa historia. El otro es Juan Storm (1927-1995), el de los gauchos, el del silencio que se puede palpar y el de aquel increíble cielo crepuscular.
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El proyecto se llama “Contactos” y propone vínculos entre el “dueño de casa” y diferentes artistas nacionales. En este caso parece unirlos el campo y, más aún, la magia y el misterio del horizonte. Figari no fue un pintor folclórico o historicista, ni siquiera un pintor de ideas, aunque había detrás suyo una sólida visión positivista encuadrada en las nuevas tendencias ideológicas que empujaban el mundo a comienzos del siglo XX. En ese campo o en esos límites territoriales difusos donde aparecen las escenas de negros o paisanos, pintó, sobre todo, seres humanos cotidianos, anónimos pero poderosos, esos que parecen surgidos de un mundo alucinado, a veces inexplicable por más evidente que pueda ser el contexto o el pretexto argumental. Desde su propia actitud frente al arte, bastante naïf por cierto, cercana a cierto impresionismo pero notablemente desprendida de influencias, Figari construyó un mundo inefable que todavía conduce a caminos novedosos, a calles empedradas que nos llevan a una sensación extraña de cercanía casi física, aunque uno nunca haya visto una escena parecida.
Pedro Figari fue un grande de verdad, de esos que construyen un lenguaje tan personal que es imposible clasificar. Así lo percibieron en Buenos Aires cuando se instaló en 1921 y dedicó su tiempo definitivamente al arte. Así también lo vieron en París, en la Europa de entreguerras, cuando su primera exposición fue un impacto importante en medio de tanta conmoción vanguardista. Desde Jorge Luis Borges hasta Jules Supervielle, desde Diego Rivera hasta Fernand Léger, todos entendieron que estaban frente a una obra nueva de inusual calidad. A Uruguay le costó más aceptarlo. Finalmente, aprobó la materia de la indiferencia y, a fuerza de buen criterio, logró ubicarlo en el podio de los tres grandes, junto a Juan Manuel Blanes y Rafael Barradas. Tiempo más o menos, el artista de verdad siempre hace su camino.
Y a su lado hoy está Storm, el uruguayo metafísico por excelencia, el hombre que pintó el campo desde una mirada que nadie había logrado, en otra época y con referencias quizás más evidentes. Pero de enorme talento y sensibilidad. A Storm no le sienta mal estar al lado de este maestro, un acercamiento que no es para cualquiera. Sus cuadros, sus mundos tan profundos, tan personales, sus praderas casi vacías, sus cielos crepusculares, sus pequeñas lunas cargadas de presagios, cuelgan en cielos violetas, lilas o fucsias e iluminan gauchos que uno nunca hubiera imaginado que existieran.
Cuelgan al lado de Figari y dialogan desde un sitio que es difícil definir. No se parecen, pues a simple vista su trazo es bien diferente y su estilo es lejano y de muy poco contacto. Pero eso es lo interesante. Obviamente, hay ciertos puntos de encuentro, hay imágenes en ambos que parecen ubicar a los dos en un mismo punto de observación: incluso hay tonos que transitan serenamente por la sala, desde la potencia que ofrece Storm con su pincelada sólida de una tela que parece inmóvil, con líneas estilizadas y paisajes apenas poblados, hasta la suavidad de color de Figari con sus líneas sinuosas, sus nubes movedizas, sus cielos más claros y sus figuras dinámicas. Ese tránsito entre ellos se logra en este encuentro de ambos con el pasado, con el recuerdo de un mundo casi perdido, en el espacio de la memoria, donde el espíritu forja el caudal expresivo y lo hace producir. Es ahí, en ese trayecto de diferencias, donde aparece esa línea de identidad del espíritu que va más allá de toda explicación anecdótica.
Es cierto que los gauchos de Storm se quedan quietos y observan, aunque estén en medio de una típica acción campera. Los gauchos o los negros de Figari bailan, juegan o acompañan un cortejo fúnebre en una de las escenas más conmovedoras de la pintura nacional. Pero los gauchos de Storm en ese campo vacío, con esa actitud tan esencial de sus personajes, con esos caballos míticos y esa presencia poderosa aunque tremendamente incrustada en el infinito, están envueltos en la calidez figariana, en una identidad que no tiene rostro y que no está exenta de rasgos sutiles.
En el museo, en la casa que se ha destinado para la obra de Figari, cuelgan muchas obras del maestro. Y solo cinco de Storm, el invitado para este proyecto. Parece que hubiera más, tal vez por ese estrecho vínculo. Eso logra salvar con nota un intento artístico poco habitual y riesgoso. No es fácil salvar este punto cuando dos artistas se encuentran. Sobre todo, cuando del otro lado existe un referente tan poderoso de la cultura nacional. Lo que arroja como resultado una propuesta formativa, criteriosa y muy disfrutable.
“Contactos”. Obras de Pedro Figari y Juan Storm. Museo Pedro Figari (Juan C. Gómez 1427). Martes a viernes de 13 a 18 horas. Sábados de 10 a 14 horas. Hasta el 23 de junio.