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En 1960 el director italiano Federico Fellini (Rimini, 1920-Roma, 1993) estaba en el momento más alto de su carrera. Había hecho “La dolce vita” y provocado una conmoción internacional con ese amplio fresco de tres horas sobre la decadencia moral de la alta burguesía italiana a través de los ojos de un periodista (Marcello Mastroianni) que gradualmente se va involucrando en lo que al principio mira de afuera y termina protagonizando como figura central. Acusado por el Vaticano de promover el escándalo mostrando a Roma como una moderna Babilonia, la lluvia de premios recibidos por el filme y las abultadas recaudaciones en todo el mundo demostraron que, ocasionalmente, el arte y la taquilla pueden congeniar. En Uruguay, “La dolce vita” fue la película más vista de 1960, con 106.374 espectadores.
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La Palma de Oro de Cannes no pudo sin embargo disimular la amargura de Fellini cuando “La dolce vita” fue postergada en su propio terreno frente a la francesa “El paso del Rin”, que se llevó el León de Oro de Venecia. Pero ese mal trago fue tan pasajero como anecdótico, lo mismo que ocurrió cuando el filme no fue nominado al Oscar y él mismo, que estaba postulado como director, perdió frente a Robert Wise y Jerome Robbins por “West Side Story”. A fin de cuentas, ya había ganado dos Oscar consecutivos al mejor filme extranjero en 1956 por “La Strada” y en 1957 por “La noches de Cabiria”, y todo ese prestigio dentro y fuera de Italia lo había convertido, junto con Luchino Visconti, Michelangelo Antonioni y Vittorio de Sica, en una de las figuras más relevantes del cine peninsular y en uno de los directores más respetados a nivel internacional.
Ahora estaba en posición de hacer lo que quería, pero luego de una obra tan enorme y aplaudida no era fácil decidirse a dar el próximo paso. A fin de cuentas todo el mundo esperaba de él una obra maestra en la línea de “La dolce vita”, o tal vez incluso superior en ambición artística y creativa. Fellini era hijo del neorrealismo. Había trabajado como libretista de Roberto Rossellini (“Roma, ciudad abierta”, 1945) y hasta como actor junto a Anna Magnani en un episodio de “Amore” del mismo realizador. Debutó como director en “Luci del varietà” (1950), compartiendo ese trabajo con Alberto Lattuada. En sus filmes posteriores (“Lo sceicco bianco”, 1952; “I vitelloni”, 1953) se había mostrado como un buen discípulo de sus maestros neorrealistas, pero a partir de “La Strada” y “Las noches de Cabiria” (interpretadas por su esposa Giulietta Masina) llegó a conformar un estilo que podría definirse como “neorrealismo poético”, frente al “neorrealismo rosa” que cultivaban otros directores volcados a la comedia costumbrista.
Sin embargo “La dolce vita” ya no mostraba pobreza ni los ambientes populares que eran característicos del neorrealismo. Se insertaba en la Italia del boom, con personajes que deambulaban por la noche romana buscando alcohol y sexo, con varios grados de decepción, amargura y hastío. Fellini se desembarazaba de sus raíces neorrealistas en pos de un cine más abarcador, más cuestionador, más introspectivo, mostrando un lenguaje rico y sugerente, con toques de melancólica poesía. Pero tras ese espectacular manifiesto, pareció bloqueado en su inspiración. ¿Cómo superar esa obra? ¿Qué esperaba de él la gente, la crítica, sus propios productores? Se entretuvo con un episodio de la graciosa “Boccaccio 70” (1962), donde una Anita Ekberg gigantesca tentaba al pobre y puritano Dr. Antonio (Peppino de Filippo), y ese era el fragmento más logrado de los otros tres donde intervenían nada menos que Visconti, De Sica y Mario Monicelli (cuyo episodio fue cortado para la distribución internacional). Pero el proyecto principal se demoraba y Fellini no soltaba prenda.
La película sin nombre
Cuando le preguntaban qué estaba haciendo, contestaba que su proyecto tenía el número ocho y medio, porque ya había hecho seis largometrajes, dos episodios (en “Amore in città” y “Boccaccio 70”) que juntos conformaban su séptima película, y la dirección a medias con Lattuada de “Luci del varietà”. No tenía argumento, no tenía desarrollo, no había libreto ni personajes. Sólo el número 8 y 1/2, Otto e mezzo, el proyecto de Fellini. Y de allí surgió todo. De las dudas, salió el tema. De las inseguridades, el nudo dramático. De las obsesiones, las festejadas partes oníricas. De su relación con las mujeres (y perdón Giulietta) el conflicto sentimental y sexual de su protagonista. ¿Protagonista? Era él mismo. Disfrazado de “Guido Anselmi”, colocó a su alter ego Marcello Mastroianni para que hiciera el papel de un director de cine consagrado que no se decide a hacer su próxima película porque su inspiración se ha bloqueado. ¿Suena familiar?
Por primera vez en la historia del cine, un director se ponía en primer plano y jugaba con sus fantasías, con sus raptos de inspiración, con sus más recónditos deseos, con su personalidad anárquica, con su insportable (para algunos) carácter autocomplaciente, autoindulgente, autodestructivo. Fellini se desnuda frente al público casi impúdicamente, como ni Bergman (aún) ni siquiera Buñuel se habían atrevido. Guido Anselmi da vueltas, esquiva respuestas, descansa en una fuente de aguas termales, trata de esconder que no tiene ideas, engaña a su mujer Luisa (Anouk Aimée) con Carla, una amante regordeta y ordinaria (Sandra Milo), pero por sobre todo se dedica a esquivar a su productor, a la prensa, a la gente. ¿Es un fatuo? ¿Es un tramposo? ¿Es un inmoral? No. Es un hombre conflictuado, un espíritu que busca respuestas, un artista en crisis.
No deja de ser llamativo cómo Fellini, junto a sus habituales colibretistas Ennio Flaiano, Tullio Pinelli y Brunello Rondi, utiliza su propia confusión para elaborar un filme que gira enteramente sobre ese tema. Ese es todo el asunto central, pero habría que pensar lo que habría salido de un director pagado de sí mismo sin el talento creativo, la prodigiosa imaginación y la inspirada formulación visual de las que hace gala el gran Federico. Una escena tras otra se va mezclando la realidad (si es que en algún momento se retrata la realidad) con el sueño, el recuerdo o la frondosa imaginación. Hasta muchos de los personajes que aparecen llevan su mismo nombre de pila, incluida Claudia Cardinale en breve y mágica intervención como la mujer ideal, motivo de amor, de ternura y de instinto maternal. Cada escena de 8 y 1/2 es una composición en sí misma, un alarde de talento creativo, una demostración de la más pura y genuina expresión visual, ya que no se concibe otro lenguaje que no sea el cinematográfico para obtener semejante poder de seducción en las notables imágenes en blanco y negro de la cámara de Gianni di Venanzo y los decorados y el vestuario de Piero Gherardi.
Mujeres en su vida
Un ejemplo perfecto del estilo del filme es la entrada en escena de la amante Carla. Un coche tirado por un caballo blanco irrumpe por el costado izquierdo de la pantalla acompañado por los compases circenses de la partitura de Nino Rota. Parece la escena de un cuento de hadas, pero el coche se detiene frente a la terraza de una confitería donde están Guido (que se esconde detrás de un diario), su esposa Luisa y la amiga y confidente de esta, Rosella (Rosella Falk). Cuando Carla desciende ondulante y se enfrenta al trío, vacila y se sienta en otra mesa. La furia de Luisa se hace evidente: “No entiendo cómo puedes engañarme con esa putanna, esa vacca!!”. Pero a continuación Guido entorna los ojos y Luisa y Carla se abrazan amistosamente, en ese deseo imposible de que esposa y amante se muestren complacientes para que él pueda estar tranquilo con su conciencia.
De allí se deriva la escena del harén, donde todas las mujeres de la película (esposa, amantes, actrices veteranas, aspirantes a actrices, madre y abuela, figurantes, prostitutas y cabareteras, todas las gamas femeninas juntas en escena) están para servir a Guido, que toma un látigo y no permite reproches ni desatenciones. Fellini gustaba recordar que 8 y 1/2 era una comedia, por lo que constantemente utiliza el humor (literal o surrealista) para retratar a sus personajes. Al conjuro de unas palabras incomprensibles (“asa nisi masa”) surge el recuerdo de una infancia feliz, contrastada luego con la represiva educación católica que tiene su hora más cruel cuando los niños concurren a ver a la Saraghina (Edra Gale), una prostituta gorda y sucia que vive cerca de la playa, le tiran unas monedas para que baile y el patético show es interrumpido por los curas, que toman a Guido por las orejas y lo conducen a la sala de castigo. Esa obsesión por las mujeres enormes y opulentas (tipo Anita Ekberg) queda declarado expresamente por Fellini, atribuyendo su origen a represiones infantiles. Es comedia, pero también un recuerdo marcado a fuego que el director sublima y convierte en un fragmento poético memorable.
Dormir, tal vez soñar
Varios de los temas que luego el director desarrollaría (y reiteraría con cierto énfasis obsesivo) en otras películas aparecen acá con la pureza incontaminada de la primera vez. El contundente realismo de “La dolce vita” se transforma en algo totalmente nuevo que solo había asomado fugazmente en títulos anteriores y que ahora asume un protagonismo absoluto: la imaginación desbordada, la realidad invadida por planos oníricos o subconscientes que irrumpen sin previo aviso, como reflejo de una mente fantasiosa que juega con recuerdos, emociones o deseos incumplidos. Todo lo que Guido/Fellini acumula en el transcurso de este filme sin nombre, se transformará en definitiva en el filme mismo, todos los personajes que surgen desordenadamente por aquí y por allá, las escenografías construidas que no responden a ningún propósito, la desesperación de los productores y la confusión del propio artista será lo que finalmente festejarán todos los actores de la mano dando vueltas en la pista del circo al ritmo de la música de Nino Rota, elemento esencial del filme que le da el tono justo y la intención apropiada.
Muchos han acusado a Fellini de repetir siempre la misma película, como si un artista no tuviera derecho a explorar su mundo propio y a expresar un estilo tan personal como intransferible. El valor de 8 y 1/2 como una obra mayor que está cumpliendo 50 años y sigue gozando de una lozanía envidiable es el haber creado un estilo y una forma de hacer cine que demuestra (una vez más) que el arte cinematográfico es un arte autónomo, que no depende de un argumento lineal, ni literario, ni teatral, ni de ninguna otra expresión que no tenga que ver con la pureza de las imágenes en movimiento. Federico Fellini supo especular con sus propias dudas e inseguridades para armar una obra maestra que trata sobre las dudas e inseguridades de un director de cine en un impasse creativo. Difícil que el cine de hoy pueda reiterar esa situación. Solo una época donde reinaban los grandes maestros podía permitirse una obra como esta. Y Fellini tuvo su premio: ganó su tercer Oscar en 1963 (habría un cuarto por “Amarcord” en 1973) y se estableció definitivamente como un creador independiente y uno de los mayores realizadores de la historia del cine. Para un hombre inseguro, parece más que suficiente.