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Douglass North, Premio Nobel de Economía 1993 y nombre clave en el llamado Neoinstitucionalismo, no se cansó de subrayar la importancia de “las reglas de juego” en una sociedad determinada. Su punto de partida era que en todas las sociedades existen fricciones, que esas fricciones generan incertidumbre y que la incertidumbre dificulta la creación de riquezas sostenidas. Mayor es la incertidumbre, menor es la posibilidad de generar riquezas.
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Para combatir la incertidumbre se necesitan instituciones políticas y económicas que regulen las relaciones entre los diferentes actores. Es decir, “reglas de juego” que sean respetadas.
La incertidumbre encarece los costos de todo tipo de intercambios. Mayor es el costo de las transacciones en un país, menor es pues su posibilidad de desarrollo. ¿Cuánto cuesta, en tiempo y en dinero, conseguir un repuesto de auto, conectarse a la Internet, reparar la cañería del baño, sacar el pasaporte, tramitar la jubilación o cobrar un seguro de incendio? En los países ricos, los costos de transacción son bajos y en los países pobres son altos.
Pero como North sostenía, las instituciones (las “reglas de juego”) son parte de nuestra herencia. Por eso, nuestro propio pasado determina nuestro presente y condiciona nuestro futuro.
Las reglas de juego (las instituciones) se pueden agrupar en base a tres niveles. Por un lado están las normas informales de comportamiento; por otro lado tenemos las reglas formales (por ejemplo la Constitución y el conjunto de leyes de un país, que regulan el funcionamiento de la sociedad, las reglas económicas y las judiciales) y por un tercer lado se encuentran las características de la aplicación de esas (Policía, sistema judicial, etcétera).
Dentro de esta perspectiva se desprende que las sociedades pueden funcionar sin leyes formales, pero no pueden absolutamente hacerlo sin la existencia de códigos informales de comportamiento legitimados por sus miembros. Esto es vital y el neoinstitucionalismo le otorga más peso a los códigos informales —que son una consecuencia directa de nuestra herencia cultural— que a las leyes formales.
Una ley cualquiera puede sancionarse en un par de horas con el apoyo de todo el Parlamento, pero si no cuenta con la legitimidad social, será muy difícil —o directamente imposible— lograr su aceptación y vigencia.
De nada sirve que en todos los peajes de las rutas argentinas se anuncie, en grandes letras de moldes, que dos leyes (una federal y otra provincial) hacen obligatorio el uso del cinturón de seguridad y la circulación con las luces encendidas: mientras la validez de esas dos medidas no estén arraigadas en la mente de la gente, los conductores no las aceptarán y tampoco las respetarán. Así, esas leyes quedan convertidas en “letra muerta”.
Por el contrario, hay muchas convenciones (pactos informales) que sí se respetan a rajatabla, a pesar de no aparecer codificados en una ley oficial, pues tienen legitimidad social.
Un fenómeno similar se da al intentar aplicar las mismas reglas formales en sociedades con diferentes normas informales de comportamiento. Al independizarse de España, los países hispanoamericanos adoptaron la Constitución de los EEUU como principal modelo. Pero la Constitución de los EEUU reflejaba la cosmovisión y las normas de comportamiento propia de su población, no la de las poblaciones hispanoamericanas. Por eso, la misma regla formal que tan bien ha funcionado en los EEUU no ha tenido los mismos efectos al sur de río Grande.
Podemos saber en qué dirección es bueno cambiar las reglas de juego, podemos incluso cambiarlas, pero si no condicen con las normas informales vigentes en la sociedad no tendrán el efecto deseado.
En este punto, North concuerda plenamente con el argentino Juan Bautista Alberdi, quien en Reacción contra el españolismo (1838) escribió: “Profesamos que el despotismo, como la libertad, reside en las costumbres de los pueblos, y no en los códigos escritos. (…) Quien dice costumbres dice ideas, caracteres, creencias, habitudes”.
Cuatro años antes, el español Mariano Larra había escrito (Jardines Públicos) que “las costumbres no se varían en un día, desgraciadamente, ni con un decreto; y más desgraciadamente aún, un pueblo no es verdaderamente libre, mientras que la libertad no está arraigada en sus costumbres, o identificada con ellas”.
En Uruguay se cree por el contrario en que nuevas leyes solucionarán los viejos problemas del país. Así, la cantidad de leyes se multiplica y los problemas se agravan…