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Está sentado en el medio de la sala, rodeado de su obra, la mayoría libros en pilas distribuidos con eficacia y pulcritud. Sobre cada montoncito hay una piedra, fuerte, pesada, no muy grande pero lo suficiente para marcar la importancia del secreto que guardan esas ediciones de tapas duras. Las piedras provocan, dan ganas de sacarlas y obviamente, abrir los libros, toquetearlos, hojearlos, revolver como en una librería de viejo. El artista charla con el periodista, recién terminada su tarea de montaje de la exposición que inaugura este jueves 3 de abril en el pequeño y cuidado Museo Figari de la Ciudad Vieja. Se llama Carlos Capelán (1948) y curiosamente, en el inicio de la charla no habla de su obra, ni siquiera de la reciente distinción otorgada por el Banco Central, el prestigioso Premio Figari en su XVIII edición. Capelán habla de pájaros. Cuenta una curiosa y divertida anécdota. “Caminábamos por un bosque y mis acompañantes decían: ‘Ese da para dos, aquel para tres o cuatro”. Mientras el artista uruguayo miraba con placer y cierta debilidad la fauna autóctona, libre y diversa, sus compañeros de camino hablaban de comérselos. Eran maoríes, artistas maoríes que le mostraban el paisaje de Nueva Zelanda a este curioso colega uruguayo que se deleitaba con la maravilla humana y animal.
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Capelán se ríe. Va de cuento en cuento como un amigo que se engancha con historias simpáticas, de esas que abren mundos, que permiten activar la fantasía o la imaginación. Uno ve a esos nativos enormes, gordos, con el cuerpo pintado, con tez oscura y pelo renegrido.
Pero también ve otras cosas: el arte en lugares exóticos, en expresiones más terrestres y vitales, todavía conviviendo con la magia, la práctica desconocida de formas de vidas, rituales. La charla se desliza rápidamente al arte maorí y a cómo se incorporaron sus tradiciones al arte contemporáneo. Y surge otra anécdota, que da vuelta el mapa de las culturas, sin ningún esfuerzo. Capelán les ofrece un mate. Les parece agradable, le piden más y siguen la ronda. Hay un nativo que es director de un museo de arte; hay un hombre gordo, tatuado, con una pluma que cuelga de su oreja. El uruguayo, tan uruguayo como cualquiera, apeló a su tradición en un marco extraño: les deja mate y bombilla de recuerdo. Todo indica un juego de resignificación de prácticas y lenguajes, de gestos, de actitudes, de imágenes casi en el límite de la comprensión.
Capelán cuenta estas historias para referirse a parte de su periplo vital, pero en cierta forma, para eludir hablar de su obra. La sensación es que prefiere la charla amena, divertida, contar historias como los sabios de la tribu. De alguna forma, hasta casualmente, estas anécdotas rozan su trabajo casi tan profundamente como cualquier análisis erudito o especializado. Es como una carta de presentación de sus figuras, de sus preocupaciones, de sus imágenes, de su trayecto artístico. Capelán es un artista del mundo, poderoso, de obra enorme, por su calidad y preocupación. Es también un artista que a pesar de vivir muchísimos años fuera del país (Chile, Suecia y Noruega, entre otros), a pesar de sus viajes permanentes (“ahora estoy trabajando en cuatro países, con cuatro proyectos simultáneos”) mantiene el acento y esa picardía, ese gesto amable, simpático, de interesantísima percepción del mundo que posee el uruguayo medio. “Ser uruguayo es una superstición”, suele repetir, “es una cuestión de fe, como ser de Rampla: se cree o no se cree”.
Habla bajo y con la llegada de Búsqueda parece descansar de su trajín de artista. “Esta obra es de fines de los años 80, trabajé varios años en ella”. Otro chiste: “Es fácil de trasladar, la meto en una valija y listo”. Es un montaje en el espacio, como muchos de sus trabajos, aunque no hay aquí sus famosas pinturas sobre las paredes como en una caverna de paredes blancas pobladas de seres o rostros que se repiten o superponen.
Recuerda cómo trabajó sobre este montón de libros, en cada uno, pacientemente, instalando en sus páginas la visión más personal de su mundo. Dibujo tras dibujo, con materiales “baratos” (“en esa época no tenía un peso”). No era todavía el artista reconocido, aunque había ganado el Premio de la Bienal de La Habana, inicio de una trayectoria ascendente y de múltiples reconocimientos. Se ve trabajando en un pueblito perdido cerca de Andorra, sobre una mesa larga instalada en una pequeña capilla cátara de piedra del siglo VIII, abandonada, desacralizada. En cierta forma, como su obra, que desacraliza el lenguaje pictórico, el arte entendido como objeto de contemplación, el arte de la historia del arte.
Es imposible no entender su obra desde esta perspectiva histórica y de geografía cultural tan diversa y sugerente y desde esta motivación por apelar a lo conceptual, por superarlo y convocar las fuerzas de la creación como si fuera un ritual. Capelán lo ha provocado en innumerables puestas en escena de un trabajo artístico de enorme carga performática, de presencia viva, de elementos que incluyen los materiales de la tierra madre, como pájaros, piedras o terrones. También pinta, fotografía, cruza herramientas, objetos, y los envuelve en pinceladas entrecortadas donde aparecen retratos de enorme fuerza sugestiva. Con ellas parece trabajar el lenguaje desde todos los ángulos posibles, o al menos, desde el principio de la superación verbal. Rompe sus límites, edifica y provoca la explosión de contenidos visuales sobre la materia prima, libros de una biblioteca laberíntica, provocadora.
Frente a él, cuelga un cautivante cuadro de gran formato, figura referente de su arte. Una imagen poderosa en blanco y negro, un gran dibujo de líneas gruesas construido a puro pincel, al estilo de las pinturas de rostros, líneas de tatuajes que convocan a otras culturas, ancestrales, lejanas en tiempo y espacio. Pero esa pintura es absolutamente contemporánea. Son rostros amontonados, superpuestos, imágenes que como un friso se sostienen sobre la mirada del espectador, parecen surgir desde un punto oscuro donde la materia se amontona.
Algunos interrogan, otros parecen flotar en un limbo purísimo, sin más detalle o rasgo de identidad que su máscara, construida en líneas cortadas. Hay más gruesas que otras, pinceladas o trazos que permiten la especulación significativa, la intensísima construcción de un relato de múltiples laberintos. Es un grupo de figuras lineales, flotantes pero vivas, de notable fuerza expresiva a pesar de la sencillez de rasgos.
Parte de la obra de Capelán quedará en el Banco Central, junto a la de nombres como Amalia Nieto, Clarel Neme, Jorge Damiani, Juan Storm y Américo Spósito, los cinco artistas que inauguraron el premio en 1995. O a las obras de Manuel Pailós (premio1996), María Freire (1996), Guillermo Fernández (1997), Hugo Nantes (1998), Águeda Dicancro (1999), Jorge Abbondanza y Enrique Silveira (2000), Ignacio Iturria (2001) y Carlos Musso (2002), por nombrar a los de la primera década. Colegas y compañeros de ruta en el magnífico territorio del arte nacional contemporáneo.
Premio Figari 2013: Carlos Capelán. En Museo Figari, Juan C. Gómez 1427. De martes a viernes de 13 a 18 hs. Sábados de 10 a 14 hs.