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    Libertad, acuerdo, bondad

    Dos documentales sobre Ucrania

    “Somos la verdadera nación cosaca”, dice una de las estrofas del himno ucraniano, entonado una y otra vez por una multitud que protesta en la Plaza de la Independencia de Kiev, también conocida como Maidán. El motivo de la protesta: integrarse a Europa, a lo que se opone el presidente ucraniano Yanukovich, más propenso a mirar hacia Moscú y Putin. Ucrania quiere decir, en ucraniano, “lugar fronterizo”. Es el viejo péndulo entre Occidente y Oriente lo que allí se juega. Luego de más de tres meses ocupando la plaza y alrededores, entre fines de 2013 y principios de 2014, el resultado fue 125 muertos, 65 desaparecidos y más de 2.000 heridos, además de un viaje apresurado de Yanukovich y de un pedido de asilo en Rusia, para no volver nunca más. Una auténtica guerra civil. Los ataúdes de quienes cayeron en las protestas pasan entre la multitud de Maidán y un coro estremecedor entona los versos de Plyne Kacha to Tysyni, una canción tradicional: “Madre mía, no llores por mí/ No sé dónde moriré/Pereceré en una tierra extranjera”. La gente vuelve a gritar un leitmotiv que es una necesidad, un deseo, un empuje de esperanza: “¡Los héroes nunca mueren!”.

    En la plaza, los altavoces disparan contra el líder ruso: “Señor Putin, no insulte al pueblo ucraniano”, “Querido Vladimir Vladivich, no somos una sola nación: Rusia es Rusia y Ucrania es Ucrania”.

    El ensayista, poeta y escritor ucraniano Yuri Andrujovich desliza en su libro El último territorio (Acantilado, 2006) un matiz al respecto: “Me permitiré ir un poco más allá en esta búsqueda de consenso: cuando hay elecciones, la ‘anticomunista’ región occidental y la comunizada región oriental se comportan de idéntica manera. Votan a políticos del mismo calado, de similar aspecto físico, forma de pensar, comportamiento y fraseología y, a pesar de que aparentemente pertenecen a partidos distintos, y en ocasiones antagónicos, al final la orientación política resulta ser lo menos importante. Lo que importa se descubre más tarde y se resume en la lucha por las influencias, la gasolina, el gas, el bosque, los paquetes de acciones, la dacha, la vivienda, el coche y las abultadas cuentas corrientes en el extranjero al margen del conocimiento del votante ucraniano medio”.

    Por estos días dos documentales tratan la rebelión ucraniana ocurrida en la Plaza de la Independencia: Maidán, de Sergey Loznitsa, que se exhibe en Cinemateca, y Winter on Fire, dirigido por Evgeny Afineevsky, que acaba de ser estrenado en Netflix. Ambos son, notoriamente, pro Ucrania como nación libre y soberana. Y en ambos desfila el pueblo ucraniano como principal protagonista, las amas de casa, los niños, los estudiantes y los jubilados; los artistas, los soldados, los miembros de la Iglesia Ortodoxa y hasta un ex deportista devenido en político, como el boxeador Vitali Klichko, para algunos un salvador y para otros un señor vinculado a la mafia.

    A Loznitsa (In the Fog, My Joy) le interesan las tomas largas y los tiempos morosos, capturar en los encuadres la mayor cantidad posible de “verdad sin editar”. Así vemos a la gente cantando el himno (y a los que no cantan o les resulta indiferente), los preparativos para las barricadas, los hospitales y comedores improvisados, los rostros y gestos de la gente que pasa frente a la cámara e incluso a un policía en una azotea alcanzado por una bala (para una visión proucraniana fundamentalista, esto debería ser editado, es decir, borrado). Se trata de una apuesta épica que va desde la tranquilidad de los primeros días de ocupación en la plaza, casi un paseo con espectáculos musicales, globos, fuegos artificiales y alegría, hasta los comienzos de la represión, los enfrentamientos con la Policía, las hogueras infernales y la masacre final.

    Afineevsky, en cambio, realiza un documental más periodístico y didáctico, y también mucho más vibrante e intenso. Sus cámaras lo captan todo, en particular en la primera línea de fuego, con los manifestantes munidos de piedras, cascos y escudos improvisados para enfrentar a las fuerzas represivas. Las imágenes son mucho más crueles: explosiones, disparos, gente con la cabeza abierta, gritos, llamadas de auxilio, sangre, cadáveres. Hay momentos realmente emocionantes, como el pedido de un manifestante ante una barrera engañosamente inexpresiva de policías para que depongan las armas —las bocas apenas torcidas, las miradas que rehúyen el contacto visual— y se integren a “su pueblo” o el campanero que dice haber hecho sonar las campanas del monasterio San Miguel por primera vez desde 1240, cuando los tártaros invadieron Kiev, período en el que se ubica la grandiosa Andrei Rublev, de Tarkovski.

    Ucrania, uno de los países más extensos de Europa.

    Ucrania, que el 26 de abril de 1986 estalló en una nube radiactiva con Cherno­byl —un “problema temporal” y una “situación totalmente bajo control”, según las autoridades del momento— y se extendió por el mundo.

    Ucrania, cuya predestinación histórica siempre fue sobrevivir entre rusos y alemanes.

    Ucrania, la del poeta y héroe nacional Taras Shevchenko, el rapero, el punk, el marxista, el anarquista, el católico, el nacionalista y el borracho (vodka hasta en el té). Eso es una personalidad integral.

    Ucrania la olvidada, la sangrante y la ejecutada, la de los huesos perdidos en fosas y las calaveras con agujeros de bala.

    Ucrania, cuyo lema como república es “Libertad, acuerdo, bondad”.