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Es imposible que el destino no se manifieste así. El padre músico, la madre también. Y los hermanos mayores de Charlie. En la casa reina un ambiente de extrema sensibilidad, con un piano, instrumentos varios, discos. Una forma de ver —y en particular de sentir— el mundo. En el patio, entre las sábanas colgadas, la madre canta. Estamos en 1939, acaba de estallar la II Guerra Mundial, pero para Estados Unidos la contienda es algo muy lejano, lo que traen las noticias. Las tardes en Missouri son apacibles, algo así como la clásica imagen del pastel de fresas que se airea en el alféizar de una casita de madera blanca. Charlie tiene apenas dos años y su familia es sumamente conocida en los ambientes radiales, donde se difunden los valores y las tradiciones de la música country. Uno de los primeros recuerdos del niño es precisamente de esta época: su madre lo alza en brazos para que pueda llegar al micrófono y cantar. En ese entonces se lo conocía como el cowboy Charlie, el encantador niño prodigio, el más chiquito de la numerosa Haden Family. Toda una postal norteamericana, el destino de lo que luego sería un capo de la música.
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Charles Edward Haden, uno de los más relevantes contrabajistas del jazz contemporáneo, murió el viernes 11 a los 76 años, debido a complicaciones de una poliomielitis contraída en su juventud. La música abarcó toda su vida, desde el legado que le dejaron sus progenitores hasta el que él mismo transmitió a sus descendientes. Si bien ningún estilo le fue ajeno, como ocurre con cualquier músico medianamente inteligente y sensible, el jazz resultó su natural elección una vez que se dedicó a escuchar embelesado los discos que había en el hogar y a acompañarlos con un contrabajo que andaba en la vuelta.
Luego de realizar estudios en el conservatorio de Oberlin de Ohio y en el Westlake College of Modern Jazz de Los Ángeles, la ciudad de Philip Marlowe se metió para siempre en su corazón. Tocó con Art Pepper y con Hampton Hawes, y formó parte de la banda del rupturista Ornette Coleman, uno de los padres del free jazz. Demasiado para un joven contrabajista.
El talento de semejantes músicos le marcó, y también algunos de sus vicios. Charlie permaneció guardado un tiempo en Synanon por drogadicción. Una vez afuera y limpio, comenzaría un período musical signado por un sonido melodioso y reposado, que lo llevó a compartir escenarios y estudios de grabación con Carla Bley y Keith Jarrett, con Don Cherry y Dewey Redman, con John y Alice Coltrane, con Paul Motian. Conoció a Gato Barbieri y colaboró con él en la banda sonora de “Último tango en París” (1972), de Bernardo Bertolucci.
Nos deja estupendos registros, muchísimos. Valen realmente la pena los discos con Joe Henderson (“An evening with Joe Henderson”), Tom Harrell (“Form”, “Visions”), Lee Konitz (“Alone Together”, “Another Shade of Blue”), Kenny Barron (“Night and the City”, “Wanton Spirit”), Keith Jarrett (“Jasmine”, “Last Dance”), Pat Metheny (“80/81”, “Beyond the Missouri Sky”), Joshua Redman (“Wish”), Hank Jones (“Steal Away”, “Come Sunday”) y Joe Lovano (“Universal Language”). Un solista destacadísimo en dúo, trío o cuarteto. Un acompañante finísimo si se busca discreción. Un gran bajista a secas. Un enorme detective musical. Si hay que escuchar cuatro dedos, llamen a Charlie Haden.
Siempre tuvo como inquietud creativa el desafío y la búsqueda de abstracción, pero la personalidad sonora de su contrabajo se decantó por un latir con mucho cuerpo, narrativo, moroso. Una vez que uno se cruza con ese sonido profundo, que hoy ya es una escuela con múltiples seguidores (el más importante es Scott Colley), no lo olvida jamás. La primera vez que escuché a Charlie Haden fue en el disco “Mágico” (ECM, 1980), junto a Egberto Gismonti y Jan Garbarek. El solo en “Silence”, una clásica composición de Haden, parecía el de un tractor arando la tierra con profundas, imprevistas variaciones. Dejemos de lado la velocidad, la cantidad de notas, y concentrémonos en la calidad de cada una, en su reverberación, en su alcance emocional, dice Haden.
Este maravilloso contrabajista justamente homenajeado por el Festival de Jazz de Montreal con un puñado de discos en vivo (los famosos “Montreal Tapes” con Gonzalo Rubalcaba, Geri Allen, Gismonti, Paul Bley y Paul Motian), también dejó su sello gracias a la Liberation Music Orchestra, banda de jazz zurdita si las hubo. Sandino, Rosa Luxemburgo y el Che Guevara fueron algunas de las figuras a las que la banda se consagró, pero no teman, es jazz puro, solo que el viejo Charlie quería explicitar su posición política.
Los antiguos edificios art déco, las marquesinas de los cines y los estudios donde se fabricaron las estrellas cinematográficas y donde también se ahogaron montañas de libretistas, los bocinazos de los Tucker Torpedo, los Buick Wildcat y los Chevrolet Corvette, la nostálgica serie negra y el viento de Santa Ana se metieron en su música, en el famoso Quartet West que lideró con el pianista Alan Broadbent, el saxofonista tenor Ernie Watts y el baterista Larance Marable, y que dio dos maravillosos discos para el sello Verve: “Haunted Heart” (1992), grabado en Francia, y “Always Say Goodbye” (1993), grabado en Los Ángeles.
En ambos discos, que abren con la fanfarria de Max Steiner compuesta para las películas de Warner, se mixturan las composiciones propias del contrabajista y del pianista Broadbent, los estándares y los discos de pasta de la colección privada de Haden, sí, que irrumpen naturalmente en los temas. Así nos invaden la voz de Jo Stafford y Billie Holiday, el saxo de Coleman Hawkins, la guitarra de Django Reinhardt, la voz de Chet Baker. Y Haden los acompaña con admiración.
Los discos del Quartet West suenan a eso, a jazz del mejor, con un viento romántico de Raymond Chandler y también con un espíritu inquieto y buscavidas como el que alentaba a Arturo Bandini, el personaje de John Fante. A partir de ahora, la monumental ciudad de la costa oeste latirá con un poquito menos de intensidad por la desaparición de uno de sus músicos más queridos: Charlie Haden.