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Catherine Deneuve ha elegido al periodista-escritor que la entrevistará para la revista Première. Las divas pueden darse ese lujo: que vaya este y no aquel otro. La cita es en el Panthéon, un viejo cine del Barrio Latino, con butacas de época remodeladas, estanterías con “libros que parecen leídos” y un exquisito buen gusto en los detalles. El periodista-escritor se siente halagado de que la estrella haya optado por él. Quizá conozca sus libros y se los comente en una suerte de diálogo entre iguales, entre dos grandes artistas, de la imagen y de la palabra. El periodista-escritor piensa toda la mañana cómo irá vestido, está nervioso y no es para menos: ante él —ella lo ha dispuesto así— estará una de las grandes actrices del cine mundial. Llega el momento de la verdad, las presentaciones, la timidez disfrazada de humor canchero, una cándida torpeza. Y comienza la entrevista, que a los 10 minutos —o menos— se convierte en un fracaso. Quizá preguntas inadecuadas, quizá un hielo que nunca se pudo romper, quizá la idea de que una conversación sencilla puede conducir necesariamente a un buen reportaje. El periodista-escritor es Emmanuel Carrère (El adversario, De vidas ajenas, Una novela rusa, Limónov) y este mal trago con Deneuve está incluido en su nuevo libro Conviene tener un sito adonde ir (Anagrama, 418 páginas, $ 1.100), una estupenda recopilación de crónicas y textos periodísticos.
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Lo primero que se comprueba con esta selección es que la buena literatura perfectamente se puede hacer desde el buen periodismo. Que no es necesario abordar una ficción para encantar y seducir con la escritura. Y que la fina observación en una reseña de dos o tres carillas (o un puñado de caracteres) es la madre de todas las imágenes y la clave para generar un concepto removedor. Carrère escribe sobre Moll Flanders de Daniel Defoe, sobre El caballero sueco de Leo Perutz y sobre Ubik de Philip K. Dick, y uno inmediatamente tiene ganas de leer a Defoe, a Perutz y a Dick, escritores que ponen en jaque mate al lector.
Carrère no es ajeno al cine, cuyas grandes películas lo marcaron. Sabe sacar lustre a las virtudes del escritor y guionista Sébastien Japrisot (Adiós al amigo, El pasajero de la lluvia), pone en un justo lugar al director Claude Miller en una emotiva crónica y también habla de sus propios proyectos cinematográficos, que en ciertos casos se concretaron y en otros no. La frustración es muchas veces un buen motor para volver a intentarlo.
El embrión de las historias que lo pusieron en el tapete como un gran escritor de no ficción, en la senda de A sangre fría, de Truman Capote, integra esta colección. La doble vida de Jean-Claude Romand, quien fingió ante su familia y sus amigos durante años ser médico y tener un importante trabajo, y cuando la farsa se vio interrumpida —la realidad tarde o temprano se termina colando por cualquier rendija— mató a su mujer, a sus hijos, a sus padres y a su perro, dio lugar a El adversario. Y su pasión por la ex-Unión Soviética (la madre de Carrère fue una de las primeras historiadoras en anticipar el derrumbe del comunismo) generó, luego de varios viajes al Este con jugosas notas sobre la verdadera Rusia que siempre latió bajo los 72 años de experimento soviético, la oscura figura de Limónov, una suerte de antihéroe que unifica al poeta reventado, al extremista estalinista y al férreo opositor a Putin, y que hoy a los 75 años luce mucho mejor que Ud. y que yo, tal vez porque alterna novias de 30 años.
Carrère todo lo vuelve atractivo y seductor. Por ejemplo, una visita de cuatro días a Davos durante el Foro Económico Mundial, con detalles que van desde los poderosos hombres de la política y las finanzas que por una vez no usan limusina para desplazarse y caminan (¡sí, caminan!) por la ciudad suiza, las conferencias y los encuentros personalizados con algún pez gordo de una petrolera que a pesar de los millones usa como celular un pedorro Nokia, hasta un inesperado viaje en teleférico al lujoso Hotel Schatzalp, que antaño fue un sanatorio donde Thomas Mann ambientó La montaña mágica.
O puede ser a partir de un reportaje gráfico de la fotógrafa Darcy Padilla sobre Julie, una yonqui terminal, que Carrère nos cuente la historia de las fotos, del meticuloso trabajo de la fotógrafa y en particular de la delicada relación entre Padilla y la propia Julie, que sale de una tragedia para meterse en otra.
Para el cierre tenemos una historia policial digna del mejor Paul Auster: Carrère se propone ir al encuentro de un tal Luke Rhinehart, un supuesto psicoanalista que, cansado de la terapia y su sustento ideológico freudiano, escribió a principios de los 70 un libro de culto, El hombre de los dados, que propone regir la vida a través del azar que indican los cubitos blancos. Aclaremos. Luego de una minuciosa investigación en Internet, Carrère encuentra, además, varios seguidores de ese libro que viven realmente su vida de acuerdo al dictado de los dados: si sale seis, me voy a vivir a Valizas; si sale uno, repto a lo largo de tres cuadras a la salida de las oficinas. El creador de semejante ideología vive retirado del mundanal ruido en una granja al norte de Nueva York, y allá va Carrère, que se llevará una gran sorpresa, igual que el lector.
A través de estos textos, disímiles en cuanto al contenido y las geografías, similares en cuanto al estilo y la melodiosa narrativa que imprime su autor, siempre hay anotaciones personales sobre el amor, la familia, las fiestas infantiles, las habitaciones de hotel, el largo de las corbatas, los miedos, los éxitos y fracasos de un escritor.
Roberto Bolaño decía que en su biblioteca había cantidad de volúmenes que nunca llegaría a leer, y por eso al menos se dedicaba a tocar sus lomos. Con este libro, Carrére nos invita a leer no solo el suyo sino muchísimos más. Una cosa está clara: elijan bien lo que van a leer. No hay mucho tiempo.