Agregó que Alicia Casas, la directora del Archivo General de la Nación y viuda del historiador José Pedro Barrán, le dijo que donaría en enero de 2015 la biblioteca del autor de Historia de la sensibilidad en el Uruguay.
En el edificio de 18 de Julio descansa también la biblioteca y archivo de Felisberto Hernández. “Es muy raro, porque las hijas nos dieron el archivo pero también una colección de libros en inglés en los que Felisberto estudiaba, que están anotados, según su estilo, con taquigrafía en los márgenes”.
“A la gente le cuesta desprenderse del material, lo que es muy comprensible. A veces tienen la fantasía de que van a ordenar el archivo de mamá o de papá antes de entregarlo. Y cuando se sientan a hacerlo, se ponen a llorar y pasa un año, y otro. O tienen miedo de que haya alguna correspondencia íntima”, explicó el director. Esto sucede con el archivo de Idea Vilariño, que está en custodia de la Biblioteca con la investigadora Ana Inés Larre Borges como administradora: su diario y correspondencia incluyen cosas íntimas. También puede ocurrir que alguien tenga los derechos, como sucede con más de 30 cartas de Juan Carlos Onetti.
Esta segunda década del siglo XXI es el escenario en el que circulan las últimas bibliotecas grandes en papel. Los hábitos de lectura están cambiando y el formato digital afecta algunas costumbres. Actualmente, por ejemplo, hay publicaciones que son solo digitales, sobre todo de instituciones o ministerios.
Otra institución que acepta donaciones es el Sistema de Bibliotecas de la Universidad Católica. El 50% de las publicaciones que guarda tiene ese origen. Su director académico, Pablo Landoni, vivió su propia experiencia cuando hubo que decidir qué se hacía con la biblioteca de su abuelo, el jurista Eduardo J. Couture. Tenía 7.500 volúmenes, 5.000 jurídicos y 2.500 generales. “Le encontraron una solución, porque la casa de mi abuelo fue comprada por la Asociación de Promotores de la Construcción del Castillo Pittamiglio y dejaron como sala de sesiones del directorio el estudio-biblioteca de mi abuelo”, contó Landoni a Búsqueda.
Ante una donación es necesario encontrar un equilibrio entre la necesidad de deshacerse de todo de la familia, y buscar los ejemplares más útiles para la Universidad. Hasta ahora ha enriquecido sus anaqueles con los libros de Rubén Cotelo, Teresa D’Auria, Isaac Ganón, Eliseo González Regadas, Mateo Magariños De Mello, Dora Isella Russell, Mario A. Silva García, Aldo Solari, Manuel Adolfo Vieira, Juan José Villegas, Hyalmar Blixen.
“El valor del libro depende del uso. A una biblioteca universitaria enfocada en ciertas disciplinas pueden resultarle de interés algunos materiales y otros no”, explicó Landoni. Allana el camino que el donante entregue un listado para que la Biblioteca elija lo que más le interesa. Pero hay complicaciones cuando el donante quiere conservar la biblioteca tal y como es. Según Landoni, fue el caso de la biblioteca del decano de Derecho, Américo Plá Rodríguez, que tenía sentido guardarla como estaba y fue donada a la Universidad de la República.
Además, pasa con frecuencia que el material no tenga un orden bibliotecológico, por lo que requiere un trabajo de revisión libro a libro. El paso siguiente es el traslado, que implica una tarea física importante.
Un caso pintoresco es el de las personas que donan habitualmente sus libros, como el ex presidente Luis Alberto Lacalle, que según Landoni, “cada tanto cae”. Pasa también con algunos profesores o ex alumnos que realizarán una maestría en el exterior y se desprenden de los libros de la carrera. Algunos, como los profesores con dedicación total, reducen su biblioteca hogareña a los textos básicos y dejan en la Biblioteca otros que no son de consulta frecuente.
Una biblioteca puede, por otro lado, ir a subasta. Juan Castells dijo que hoy no abundan las grandes colecciones. “El coleccionismo de libros es una de las tantas cosas que ha tendido a disminuir. Es difícil encontrar nuevos coleccionistas de libros, de filatelia o de numismática, porque son rubros que no adoptan las nuevas generaciones a nivel mundial”.
Qué ejemplares tienen valor comercial es otro tema. “Los libros de consumo diario e incluso las novelas de 1800 valen cero. Valen las primeras ediciones o las que son un poco raras”, dijo Castells.
En octubre de este año la casa de subastas remató la gran biblioteca del abogado y político Justino Jiménez de Aréchaga, que no estaba completa porque la familia conservó las piezas más interesantes. Otra subasta grande fue la colección de libros antiguos de Carlos Romero Ugarteche, con ejemplares de historia nacional y del Río de la Plata. Siempre se buscan los libros de viajes, que incluyen mapas y documentos originales de época. Castells vendió un libro de viajes en U$S 7.000.
En 2013 la firma de subastas Corbo remató la biblioteca de Jorge De Arteaga, fundador y editor de la imprenta AS, donde se encontraba Fervor de Buenos Aires, un libro de poesía original de 1923 de Jorge Luis Borges, con dedicatoria personal a la maestra y poeta uruguaya Luisa Luisi, que fue comprado por un coleccionista argentino en U$S 5.100 dólares.
Roberto Cataldo trabaja con libros de 1973 y está al frente de la librería El Galeón, que ocupa un local de varias plantas sobre la Plaza Independencia, donde funcionó el boliche Pachamama. Compró más de 20 bibliotecas, pero prefiere no revelar la identidad de sus dueños. Conoce el mercado muy bien y sabe que a la hora de adquirir materiales de una biblioteca, el que llega primero se lleva la mejor parte.
El valor de los ejemplares varía con el tiempo. Por ejemplo, tuvo 15 dibujos inéditos del inglés Emeric Vidal, que en 1820 hizo una serie de acuarelas muy interesantes sobre el Río de la Plata. En determinado momento podían costar, cada una, U$S 800, y a los diez años U$S 10.000. Hay ocasiones en que una biblioteca se compra por U$S 3.000, y con el tiempo llega a valer U$S 30.000.
Entre los materiales de esas personas fallecidas —políticos, funcionarios públicos, abogados, periodistas, rectores universitarios—, Cataldo encontró algunas joyitas, como una primera edición del Leviatán, de Thomas Hobbes, de 1600, piezas antiguas de Napoleón, libros dedicados, una foto original de Federico García Lorca en Montevideo y libros con ilustraciones originales de los viajeros en el Río de la Plata a mediados del siglo XIX.
Cataldo está de acuerdo con que no nacen nuevos coleccionistas, entre otras cosas porque cada vez se vive en sitios más reducidos. Antes, las casas tenían sala, biblioteca y sala de estar. “Ahora, a algunas personas les dicen: O los libros o yo. Tenía clientes a quienes había que llevarle los libros cuando no estaba la mujer para que no le hiciera problemas”, contó el vendedor.
Otro puntal de la compra-venta de bibliotecas es Linardi y Risso, que acaba de cumplir 70 años. Una de las más importantes bibliotecas que compró Álvaro Risso fue la del historiador Felipe Ferreiro. Enorme, con libros raros e incunables. “Era valiosísima, al punto de que tuvimos que conseguir dinero de donde se pudiera para llegar a la cifra que se pedía, que hoy serían unos U$S 20.000 o 30.000”, recordó.
Otro caso fue la biblioteca del poeta Enrique Lentini, amigo de Joaquín Torres García. “Cuando fui a ver la biblioteca para tasarla, me encontré con un tesoro incalculable, colecciones enteras de revistas, cartas de Torres, la colección de libros que publicó en vida y los de sus alumnos”. Dentro de un libro había una carta del pintor para Lentini en la que le decía que fuera a ver la exposición de la librería Salamanca, que era como se llamaba Linardi y Risso en aquel entonces.
Cuando una colección es grande, al librero se le hace difícil comprarla completa: por espacio, por dinero y porque el interés del coleccionista puede ser diferente al del librero. Por ejemplo, las bibliotecas jurídicas no son de valor pues los códigos caducan y se actualizan.
Un buen precio para un libro antiguo es de U$S 1.000, aunque han vendido algunos a coleccionistas locales que llegan a los U$S 7.000. “Con Internet, nuestros clientes para los libros raros están en todos lados: Buenos Aires, Washington, Madrid o París”. En las universidades de Estados Unidos hay departamentos de español y los alumnos buscan hacer sus tesis con algo que salga de lo común, como los escritores de segundo plano.
La biblioteca, con su peso, volumen y contundencia, permanece para los deudos como el testigo mudo de la existencia de su dueño. Solo un maniático como Borges pudo describir la fiebre de un entusiasta de los libros, como hace en el cuento La Biblioteca de Babel. “Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable”.
Laura Gandolfo