Había una vez, en un país de leyenda llamado Montevideópolis, un viejo malo y gruñón que tenía sometida a una joven doncella, a la que había adoptado como hijastra, para que se ocupara como sirvienta de todas las tareas de su chacra.
Había una vez, en un país de leyenda llamado Montevideópolis, un viejo malo y gruñón que tenía sometida a una joven doncella, a la que había adoptado como hijastra, para que se ocupara como sirvienta de todas las tareas de su chacra.
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl viejo, a quien llamaban Ogropepe, era el padrastro de Lucienicienta, a quien trataba con desprecio y grosería.
—“¡Andá lavá la lechuga pa la enshalada de ejta noche, y dijpué lavá lo vidrio, y pashale un trapo al patio que ejtá yenoetierra, vo!” —le gritaba Ogropepe a la pobre Lucienicienta, que obedecía sin chistar, bajaba la vista y limpiaba, barría, cocinaba, para luego retirarse a sus humildes aposentos, en un galpón anexo a la casa de su malvado padrastro.
Tan desgraciada era la vida de Lucienicienta, que su única ilusión, en medio de sus ensoñaciones, era que algún día pudiera librarse de aquel ser oprobioso, recuperar su libertad, y casarse con el príncipe Adeom, que vivía en un palacio de ladrillo visto, una enorme torre llena de cortesanos que subían y bajaban las escaleras de los 24 pisos de aquel gigante aposento real, y corrían por los corredores sin ningún destino concreto.
—“¡Cuándo podré dejar atrás este triste destino, de estar sometida a este padrastro que me destrata y me humilla, para volar como una mariposa por los parques y prados de Montevideópolis, tan hermosos, prístinos y relucientes!” —murmuraba Lucienicienta, mientras rezaba antes de dormirse cada una de sus tristes noches, tras extenuantes jornadas de trabajo insalubre, sin pago de horas extras.
Un día, el heraldo del reino recorrió las llanuras y los valles de Montevideópolis, las esquinas y los barrios, los municipios y las plazas, los asentamientos y las ruinas de los antiguos comités de base, anunciando que habría un baile en el Palacio Real del Príncipe Adeom, en el cual él elegiría a la más hermosa del reino, para desposarla y transformarla en su princesa.
—“¿Habrá llegado mi momento, mi sueño podrá convertirse en realidad?” —murmuraba Lucienicienta en su camastro, tras haber tenido una jornada de cosecha de gladiolos, lavado del tractor, rasqueteado de las baldosas del patio trasero, después de deshollinar de la chimenea y cepillar la parrilla de su padrastro Ogropepe, que día a día cocinaba en ella achuras y carnes tiernas para sus amigotes.
Mientras entrecerraba los ojos soñando con el apuesto príncipe Adeom, una nube con forma humana entró por su ventana, y se materializó en una apacible viejecita, en cuya mano (izquierda) llevaba una varita mágica.
—“¡Soy Emepepina, tu hada madrina!” —le dijo la anciana a Lucienicienta, quien no podía dar crédito a sus ojos —“he venido a hacer un milagro, para que puedas ir al baile del palacio, y seducir a tu amado príncipe Adeom” —prosiguió el hada, y como por arte de birlibirloque, Lucienicienta se vio envuelta en un glamoroso vestido de seda blanca roja y azul, en bandas horizontales, con una tiara dorada, y un maravilloso par de chancletas de cristal, con las que salió de la habitación, desconcertada, sin saber bien qué rumbo seguir.
—“¿Pande te crés que vas, vo, con esha pinta e loca, de ande shacajte esha ropa que no ej tuya?, ¿queshesto, me tomé uno vino de má o vo taj vejtida de prinshesha shin mi permisho, locaemierda?” —bramó Ogropepe, al ver a Lucienicienta hermosa y reluciente, saliendo rauda hacia la calle.
Ella no le prestó atención, porque el hada madrina Emepepina le había dicho que no escuchara a nadie, y que siguiera directo hacia la salida.
Con su varita mágica, Emepepina tocó a unas ratas que pululaban en el entorno de la chacra de Ogropepe, y estas se convirtieron en lacayos de librea, que la ayudaban a caminar con su vaporoso vestido y sus chancletas de cristal.
Con otro toque de varita, un viejo Fusca estacionado en la puerta se transformó en una dorada carroza, y con otro varitazo mágico más, seis musulmanes importados de Guantánamo, que acampaban en un baldío enfrente, porque el Pit Cnt los había expulsado de la casa del Barrio Sur por sucios y desprolijos, se transformaron en seis briosos corceles blancos, que tirarían de la carroza, rumbo al palacio.
—“Tendrás que sortear varios obstáculos, Lucienicienta” —le dijo el hada madrina a la hermosa jovencita —“pero está en ti ser fuerte y superarlos” —concluyó.
Acto seguido le explicó que por el camino se encontraría sin duda con un tenebroso personaje que planeaba asaltar el palacio para conquistarlo.
—“Se llama Peladaniel el Tenaz, es zezeoso y ya se dio la nariz contra el muro de ladrillos del palacio hace cinco años, pero se viene con todo y tendrás que esquivarlo cuando te ataque” ‘—dijo Emepepina, con el ceño fruncido, agregando —“estará también en algún recodo del camino la bruja Constanza, que a toda costa quiere pincharnos el globo, pero quedará por el camino, como otras veces. Pero cuídate de ella, es muy pero muy mala” —prosiguió. “Encontrarás algunos otros personajes de menor riesgo, como el caballero Engarcé, un flaco macanudo pero de escasa peligrosidad, el pelado Ney Castrillo, que es un gnomo orejudo e inofensivo, y hasta otro pelado al que llaman Nuovick, porque es nuevo, a ese, cuando se te cruce, le gritás las palabras mágicas ¡Chino Recoba!, y desaparecerá de inmediato entre convulsiones” —concluyó, no sin antes advertirle que debería estar de vuelta a medianoche, porque a esa hora terminaba el milagro.
Lucienicienta llegó al palacio tras sortear todos los obstáculos, bailó toda la noche con el príncipe Adeom, que la miraba embelesado, pero a la medianoche huyó del palacio, antes de que todo se esfumara. En la escalera, a la derecha del David, quedó una chancleta de cristal, que el príncipe guardó junto a su corazón.
En los días siguientes, mensajeros del príncipe le probaron la chancleta a todas las doncellas del reino, pero a ninguna le calzaba. Un día, estando el Ogropepe distraído, llegó un chambelán del palacio a la chacra, y le probó la chancleta a Lucienicienta, a la que le calzó perfectamente.
Hubo fiesta en el palacio, Lucienicienta y Adeom se casaron por la iglesia, y el Cardenal Sburla, que estaba muy ocupado recorriendo asentamientos, bendiciendo a los matrimonios igualitarios, promoviendo el no a la baja y asegurando que la marihuana no le hace mal a nadie, encontró un minuto en su agenda para bendecir la boda, hasta que la muerte los separe.
Y hubo cámaras en los basurales, beneficios sin contrapartida para los ni-ni, leche en las canillas de las esquinas, y todas las calles fueron en bajada, para ahorrar energía.
Y los montevideanopolenses vivieron felices para siempre.