Algunas parecen horizontes cargados de visiones. O cielos abiertos, rasgados, a pura fuerza de color. Más o menos luminosas, estas obras “horizontales” generalmente albergan relámpagos. Como un flash a veces o como una claridad permanente, casi inmóvil, detenida por un gesto superior. Parece venir del otro lado del horizonte, como un foco poderoso que expande su presencia, como el lugar donde se esconde un sol claro, potente pero sereno, de un blanco sutilmente tonificado de amarillo o con una caricia de ocre. Como en el cuadro La tierra purpúrea (1994, acrílico sobre tela), uno de los poquísimos titulados. Hay otro anterior (Recuerdo de mi padre, 1978) que tiene un tono más agrisado, de un cielo un poco tormentoso, triste, aunque salpicado también por algunos esforzados empujes de luz. Tal vez no sea un cielo. Puede que sea algo parecido a un confuso e indefinible más allá, un espacio espiritual donde el alma se ve a sí misma y se reconstruye en un cuerpo intangible, en una masa impensable, liberado de toda atadura física. La mano y mirada de Gustavo “Pollo” Vázquez (Montevideo, 1943) es tremendamente espiritual y profunda. No hay demasiado conflicto con la materia, o al menos no se evidencian en la obra expuesta en esta retrospectiva inaugurada la semana pasada en la Fundación Atchugarry de Manantiales. Salvo algunos momentos donde la pintura se nota más cargada en empastes nerviosos y oscuros, el resto navega por un mar de tranquilidad, de planos finísimos, de superficies livianas, de colores cálidos pero suaves, novedosos, bellísimas. Hay excepciones, como en todo artista que no se conforma con el punto de llegada sino con el vacío que se abre. Pero siempre parece primar esa profundidad de espíritu. El vacío aparece siempre como una visión entre niebla, pero en un clima que en cualquier momento permite ver algo nuevo, un descubrimiento. Vázquez pinta con dulzura, con la ternura del amor hacia un arte imposible que nunca lo conforma, pero que indaga en pormenores de colores excepcionales, en composiciones simples pero extrañas, en núcleos de pintura apenas sugerida por pinceladas suaves en las que intenta abrir otras realidades, otra existencia. Por otra parte, esa suavidad es la que permite que Vázquez deambule entre silencios, como en puntas de pie, sin estridencias ni gestos hirientes o dolidos. Toda su obra es la versión de un espíritu que transita en un mundo de visiones borrosas pero plenas de vitalidad. Lo borroso no quita la sensación de encuentro con algo que está por llegar, por descifrarse. Lo que se sugiere o no se ve, es lo que se anuncia en imágenes claras, en breves territorios que surgen de la propia superficie del plano, más luminosos, concentrados, palpables. Dan ganas de meter la mano en esos huecos, en esos pequeños portales de luz que irrumpen como nubes cargadas de energía y sugerente suavidad. A veces se oscurece, a veces se endurece en pinceladas más firmes, definidas, rasgos de una construcción más precisa, tal vez más terrena, quizás un paisaje cercano. A veces se expande en tonos oscuros con salpicaduras rojas. Hay poco rojo fuerte en el contexto general. Pero surge tan necesario como su luminosa pátina celestial. Es como si a veces la extrema intensidad de un rojo, por breve que sea, rompiera el silencio en un finísimo y sorpresivo golpe. También lo logra con algún gesto radical en las obras más oscuras. Al final, Vázquez es humano. Un ser entrañable para quien lo conoce, divertido, amable, conversador. Transmite estar en paz con el mundo. Amante del deporte, futbolista y jugador de rugby. Con talento para crear en el juego y en el arte, dos disciplinas que ve muy juntas en el momento de la máxima expresión de espontaneidad, soltura, invención.