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Algo más de la mitad de los uruguayos prefieren que el próximo presidente tenga mayoría legislativa propia. En principio, entonces, somos “mayoritarios”. En la terminología de nuestra tradición política, queremos gobiernos “de partido”: el que gana gobierna, preferiblemente con mayoría legislativa propia. Pero sólo en principio, porque es difícil saber hasta qué punto estas respuestas expresan una preferencia general por gobiernos “mayoritarios”, o en qué medida reflejan lo que preferiríamos si el resultado de las próximas elecciones fuera el que la mayoría supone que será (Tabaré Vázquez presidente). En suma: al menos para las próximas elecciones somos “mayoritarios”, sean cuales fueren los motivos de nuestras preferencias.
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La gran mayoría de las democracias estables contemporáneas son parlamentarias: el responsable del gobierno es un primer ministro (en España se lo llama, algo confusamente, “presidente del gobierno”). Además hay un jefe de Estado, que puede ser un presidente (Alemania) o un monarca (España, Gran Bretaña); puede tener algunas responsabilidades importantes, pero suelen ser muy específicas y se usan raramente. El gobierno es tarea del primer ministro y su gabinete, que deben tener respaldo parlamentario. Estas democracias parlamentarias son herederas más o menos directas de las monarquías europeas que evolucionaron desde el absolutismo hacia formas limitadas, “constitucionales” de gobierno.
En el primero, más duradero y más estudiado de los sistemas parlamentarios, el británico, esta forma de gobierno se desarrolló en el marco de un sistema bipartidista. El sistema electoral, además, “premiaba” al partido que ganaba las elecciones, “amplificando” en la legislatura la mayoría que había obtenido entre los votantes. El resultado usual era “gobiernos de partido”: el partido ganador tenía mayoría en la cámara más importante (la de “representantes”), y esa mayoría designaba al gabinete y ejercía el gobierno. Pero los sistemas bipartidistas no son necesariamente eternos y pueden debilitarse. Hoy, después de muchos años de gobiernos monocolores, el gobierno británico es una coalición (el partido ganador de las últimas elecciones no logró mayoría propia).
En la mayoría de los países europeos, donde la regla era alguna clase de representación proporcional, la norma eran los sistemas multipartidarios. En ellos resultaba mucho más raro (y más difícil) que un único partido tuviera mayoría parlamentaria propia. Para gobernar “normalmente”, entonces, se necesitaba una coalición de partidos que tuviera mayoría. Un estudio de 12 democracias europeas encontró que entre 1945 y 1987 tuvieron en total 218 gobiernos, y que de ellos sólo el 10% eran gobiernos “de partido” (de un único partido mayoritario, como en Uruguay en el presente). La mayoría absoluta de esos gobiernos, el 56%, eran gobiernos de coaliciones mayoritarias. El tercio restante (34%) eran gobiernos “en minoría” (de un partido o una coalición), esto es, eran gobiernos que sólo podían durar mientras la oposición no los derribara y se llamara a nuevas elecciones, cosa que podía ocurrir en cualquier momento. En resumen: en casi seis de cada diez de esos gobiernos había mayoría parlamentaria gracias a una coalición, porque el partido ganador no tenía mayoría propia. Lo usual eran los gobiernos mayoritarios sostenidos por una coalición (coaliciones “explícitas”), con una minoría no desdeñable de gobiernos minoritarios (que en la práctica sólo existían mientras eran sostenidos “tácitamente” por la mayoría de la legislatura, incluyendo al menos dos partidos, aunque no hubiese una coalición formalmente gobernante). Los gobiernos monocolores mayoritarios eran la excepción absoluta (apenas uno en diez).
Salvo un muy pequeño número de casos híbridos (como el de Francia), el resto de los gobiernos democráticos estables del presente son sistemas presidenciales. Estos sistemas, una minoría del total, son herederos directos o indirectos del sistema de gobierno que nació con la Constitución de los EEUU. Durante mucho tiempo hubo pocos sistemas presidenciales “aceptablemente” democráticos (usualmente latinoamericanos), pero con las “olas” de nuevas democracias de la segunda posguerra y de fines del siglo pasado su número aumentó. En estos sistemas el presidente es a la vez jefe de Estado y de gobierno, y el presidente se elige separadamente de la legislatura. Los dos votos no están necesariamente vinculados, como sí ocurre en Uruguay: votamos por un partido y su candidato presidencial, y en general podemos elegir entre distintas listas de senadores y diputados, pero sólo entre las listas del partido del candidato presidencial. No podemos “cortar boleta”, como dicen los argentinos, votando a un candidato presidencial de un partido pero a candidatos a diputados o senadores de otro u otros partidos.
La única experiencia presidencialista acumulada a lo largo de un período extenso es la de los inventores del sistema, los EEUU. Allí también el sistema ha sido (como el británico) casi siempre bipartidista. En los EEUU ocasionalmente surgen “terceros partidos” que no ganan y se disuelven. Aunque se pudiese “cortar boleta”, en los hechos los presidentes ganaban la Presidencia y también mayoría legislativa propia. Entre 1901 y 2014 (las próximas elecciones legislativas) hubo 57 Congresos, porque la Cámara de Representantes se renueva totalmente (y el Senado parcialmente) cada dos años. De esos 57 Congresos 24 (el 42%) eran “gobiernos divididos”, esto es, gobiernos en los que un partido tenía la Presidencia, pero el otro partido tenía mayoría en al menos una de las dos cámaras legislativas. Los demás Congresos (el 58% restante) eran gobiernos “de partido” (o “monocolores”).
Pero esa relación 42/58 esconde cambios muy significativos en el tiempo. Hasta 1968 hubo 34 Congresos, pero sólo siete de ellos fueron “gobiernos divididos” (21%), y el resto fueron “monocolores” (79%). Desde 1969 hubo 23 gobiernos, y 17 de ellos (74%) fueron gobiernos divididos; sólo el 26% restante era “monocolor”. Como se ve, los porcentajes se invirtieron casi perfectamente. Durante los dos primeros tercios del siglo pasado la norma habitual era gobierno monocolor, y la excepción era gobierno dividido. Desde el último tercio del siglo pasado hasta el presente la norma se invirtió: la antigua excepción, el gobierno dividido, pasó a ser la norma.
Un cambio de semejante naturaleza no puede ser “accidental”. “Antes”, por la fortaleza de las preferencias partidarias (o por costumbre, o por otras razones) los votantes no “cortaban boleta”. Pero en las últimas cuatro décadas lo que antes era la excepción se ha transformado en la nueva regla: los “gobiernos divididos” (presidentes sin mayoría parlamentaria propia) son ahora opciones deliberadas del electorado. En EEUU hay también una amplia discusión (inexistente entre nosotros) sobre las ventajas y desventajas de los gobiernos divididos. El sentido común tradicional (que suponía que los gobiernos divididos eran “malos” por su propensión a bloquear las decisiones) es cada vez menos aceptado, y la discusión se ha desplazado hacia otros terrenos (incluyendo, por ejemplo, el impacto de los gobiernos divididos sobre el crecimiento de la economía, el tamaño de los déficits fiscales, o hasta la propensión a ir a la guerra).
En síntesis: tanto en los sistemas parlamentarios como en los presidenciales, en sus comienzos eran frecuentes o dominantes los gobiernos monocolores. Pero en el presente eso ya no es cierto en ninguno de los dos sistemas. Al menos en las democracias estables y duraderas, los gobiernos monocolores (“de partido”) son hoy la excepción, no la regla.(*)
Las preferencias de los uruguayos.
Entre nosotros los debates comunes en los EEUU sobre los pro y contras de los gobiernos divididos son raros o inexistentes, y el electorado prefiere la visión antigua, tradicional: los gobiernos divididos serían “malos”. Mejor tener gobiernos monocolores, presidentes con mayorías legislativas de su propio partido. Al menos en lo que se refiere al próximo presidente, el que elegiremos el año que viene, una mayoría absoluta (53%) piensa de esa manera, y un 36% prefiere, al contrario, que el presidente no tenga mayoría legislativa de su propio partido. Apenas un 1% sofisticado responde espontáneamente que eso “depende” (de la identidad del ganador), y el 10% restante no opina.
Todos los grandes grupos socio-demográficos comparten esa idea. Las diferencias de opinión según edad, género, educación, ingreso o lugar de residencia son sólo de grado; las mayorías en todos esos grupos prefieren que el próximo presidente tenga su mayoría parlamentaria propia. Pero las opiniones difieren según las preferencias políticas (partidarias, ideológicas) de los votantes. Las dos terceras partes (67%) de los que piensan votar al Frente Amplio en octubre de 2014 prefieren que el nuevo presidente tenga mayoría parlamentaria de su propio partido, aunque una minoría considerable (24%, un cuarto) cree que es preferible que no tenga mayoría legislativa propia. Entre los que piensan votar al Partido Nacional, en cambio, la mayoría (51%) prefiere que el nuevo presidente no tenga mayoría legislativa propia (pero un robusto 42% prefiere que sí la tenga). Las preferencias de los votantes colorados están en una posición intermedia, perfectamente divididas: 46% a favor de la mayoría parlamentaria propia, y 46% en contra (Cuadro 1).
Algo similar se observa cuando se examinan las opiniones según la autoidentificación ideológica de los encuestados (Cuadro 2). La izquierda (que vota al Frente Amplio) es “mayoritaria”, y el centro y el centro derecha tienen opiniones muy divididas. Pero también se observa la huella de actitudes tal vez más profundas: la izquierda es (mucho) más “mayoritaria” que el centro izquierda, y simétricamente, la derecha es (algo) más mayoritaria que el centro derecha. El “mayoritarismo” se acentúa hacia los extremos del espectro ideológico.
(*)Precisamente por esa razón un libro reciente de Daniel Chasquetti, Democracia, presidencialismo y partidos políticos en América Latina (Montevideo: Instituto de Ciencia Política, 2008) ha sostenido, con evidencias y argumentos convincentes, que el desarrollo institucional más importante de los presidencialismos latinoamericanos de los últimos años ha sido el aprendizaje y la institucionalización de gobiernos de coalición, históricamente limitados a los sistemas parlamentarios.