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Tom Hardy es Leo Demidov, un duro, fiel y eficiente agente del MGB, el comité de inteligencia y seguridad del estado soviético que después se convertirá en el KGB. De niño sobrevivió al Holodomor, la gran hambruna que mató a millones de personas en Ucrania. Fue rescatado de las peores condiciones sanitarias de un orfanato de terror por militares del Partido, luego se enroló en el ejército y después se convirtió en héroe de la II Guerra Mundial. Una fotografía histórica lo inmortaliza, triunfante, ondeando la bandera de la hoz y el martillo contra el cielo de Berlín. Gobierna Stalin. Principios de la década de 1950, la guerra terminó afuera pero dentro de casa, en el paraíso estalinista, se persigue a los enemigos políticos, se los interroga, se los fulmina. Es parte del trabajo de Demidov, que cree en el líder y en el sistema. Como Deckard en Blade Runner, el agente sigue a una lista de ciudadanos peligrosos para el régimen, indaga si hay cómplices y luego, él o la máquina burocrática, se encargan del resto. Se los mata, aunque existen otras palabras para esa acción. Un golpe cercano interfiere en la implacable rutina del protagonista: muere, atropellado por un tren, el hijo de un amigo, Alexei Andreyev (Fares Fares, se llama así, no es un error de tipeo). Alexei dice que lo mataron. Es obvio que Alexei está loco. “No hay asesinatos en el paraíso”, se repite por ahí, y es la máxima que se declara más de una vez, con aparente convencimiento, por algunos personajes. Es la expresión que abre la película, antes de los créditos. Los camaradas del afligido Alexei lo hacen entrar en razón. Pero hay indicios de que el niño fue atacado. Y, al parecer, el caso no es aislado. Pero antes de que Demidov pueda razonar e investigar mejor, otro golpe: Raisa (Noomi Rapace), su esposa, aparece en la lista de posibles traidores.
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Hay otros elementos, mayores y menores, rencores, guerras internas y secretos que navegan en subtramas, condimentos que a veces aportan y otras son tan útiles a la narración como piedras en la vesícula, pero básicamente todo esto es parte del empaque para un policial convencional, el relato de una dificultosa investigación de un caso criminal dentro de un sistema-jaula que niega la existencia de crímenes. Y con esto al cineasta sueco de origen chileno, Daniel Espinosa (realizador de Protegiendo al enemigo, con Denzel Washington y Ryan Reynolds), le alcanza para meterse en un berenjenal del que apenas logra salir. Y sale embarrado, mal herido. Produce Ridley Scott (que hizo Los duelistas, Alien y Blade Runner, pero también Éxodo: Dioses y reyes y Hasta el límite), escribe Richard Price, guionista de El color del dinero y de algunos capítulos de The Wire. De la adaptación del best seller de espionaje y hard boiled de Tom Rob Smith, El niño 44, que ya es parte de una trilogía, emerge un ominoso thriller que deambula y se tropieza, toma impulso y pierde fuerza, vuelve a arrancar, a provocar algo de emoción, a contagiar alguna pizca de la manía persecutoria y de la tensión original en una sucesión de aciertos y pifias que se estira demasiado.
Entre los aciertos, el primero y más evidente: el señor Tom Hardy, grande de verdad. Hardy, que se lo verá en la nueva Mad Max: Furia en la carretera, es un actor de una versatilidad prodigiosa (dos muestras: Bronson, donde encarnó al criminal más violento de Inglaterra, una bestia más extraña y fascinante que la ficción, y Locke, donde está todo el tiempo metido dentro de un auto, hablando por teléfono, sosteniendo la película), y en este largometraje, sin decir “da”, se lo ve más ruso que a Borís Yeltsin declarándole la guerra a Chechenia. Su personaje es uno de esos duros-blandos que se nivelan con la mirada y los silencios. Es policía bueno y policía malo en uno.
También merece elogios extravagantes la reconstrucción de época, apología a la economía de recursos cinematográficos, explotada al máximo con los planos nocturnos de las ciudades. No se ve la Plaza Roja, nada emblemático, nada de postal, e igualmente se está en la Unión Soviética en 1953. Se ven trenes, calles, rostros, uniformes, escuelas, fábricas, chimeneas escupiendo humo, estallidos mercuriales en la oscuridad de Moscú, Volsk y Rostov. Y de Rostov, precisamente, provenía Andrei Chikatilo, el primer asesino serial soviético, materia de inspiración para la novela original de Smith; Chikatilo, conocido posteriormente como “El Carnicero de Rostov”, mató a 53 personas, entre mujeres y niños (principalmente niños), aunque tal vez más. Durante más de una década actuó en las estaciones de tren y de ómnibus, hasta que fue atrapado en 1990. Hay más de un documental sobre su historia, que también se trasladó a la ficción en el largometraje Citizen X (1995), protagonizado por Jeffrey DeMunn. Chikatilo, miembro del Partido, fue caníbal, y pudo realizar sus actos en parte porque la Policía soviética se negaba a revelar y difundir los crímenes y las conexiones entre ellos. El asesinato, la criminalidad y, en especial, los serial killers, son perturbaciones típicas del capitalismo. No hay lugar para ellos en el comunismo.
Todo esto es muy bueno, el clima opresivo está muy bien logrado, el oído se acostumbra rápidamente al inglés cuadrado, con acento forzado, haciéndose el ruso, y se agradece la presencia de Gary Oldman, a pesar de que acá también hace su numerito de Soy El Mejor Actor Del Mundo para sacar provecho de las pocas escenas que le corresponden. Es interesante ver, aun de forma superficial y a través de la ficción, la dinámica y la estructura de la máquina que luego evolucionará en el KGB. También es valiosa la transformación del personaje de Hardy a medida que se involucra más en la investigación de niños muertos supuestamente en accidentes ferroviarios, cuando se quita el uniforme y trata de tener una visión más amplia. Esto, el seguimiento a las personas que cultivan actividades o relaciones socialmente peligrosas para el líder, la para nada sencilla relación con su esposa, que tiene algunos asuntos ocultos, la tensión con el agente Vasili, interpretado por Joel Kinnaman, el de The Killing y Robocop, también son elementos dispuestos para lograr algo potente.
Sin embargo, Crímenes ocultos no logra cuajar, no termina de combinarse bien todo lo bueno que tiene. Es confusa cuando es de suponer que quiere ser compleja. Interrumpe cuando quiere insinuar. No tiene fluidez, las escenas están atoradas, avanza a empujones, se retrasa, se toma respiros para…, para…, bah, nadie sabe para qué. Los conflictos internos y las mini luchas de poder en el servicio secreto se resuelven según lo que establece el Libro de Oro del Anticlímax o por medio de la antiquísima técnica de pegarle un tiro a alguien. La trama de la investigación criminal, con algunas vueltas innecesarias, es conducida directamente al Museo de las Oportunidades Perdidas. Las escenas de acción también pierden, no solo por cómo están montadas, ya que están filmadas sin gracia. Antes de volver a rodar otra pelea en el barro, con todo respeto, quizás alguien con más llegada podría sugerirle al director Daniel Espinosa que pase un tiempo viendo filmes de Sam Pekimpah, Robert Aldrich, James Cameron, Steven Spielberg y Park Chan Wook. Incluso una de Scott puede ayudar.
Crímenes ocultos (Child 44). Estados Unidos-Reino Unido-Rumania-República Checa, 2014. Director: Daniel Espinosa. Guion: Richard Price, sobre novela de Tom Rob Smith. Con Tom Hardy, Noomi Rapace, Joel Kinnaman, Gary Oldman, Fares Fares, Paddy Considine, Vincent Cassel.