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Le digo al médico: Diaformina, Ciprofibrato y Rosuvastatina. Y el Festival de Jazz de Punta del Este, que resulta imprescindible para mi salud desde que nació, hace ya más de un cuarto de siglo. Es volver todos los años a ver parientes como en las fiestas. Mirá qué bien se mantiene Paquito D’Rivera, y Popo Romano y Nico Mora, siempre tan simpáticos. Y allá está Grant Stewart, que con su eterno pelo blanco no tiene edad. Coño, dirán ellos, y este está más gordo. Sí, claro, la pandemia, siempre es culpa de la pandemia y no de la pereza de mi voluntad, que se niega a hacer un poco de ejercicio.
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Ya tengo ajustada la dosis: un choripán con chimichurri, una copa de vino y a sentarme en la primera fila con mis amigos a disfrutar de esa maravillosa química que explota inmediatamente con el quinteto que tocará la música del gran Cedar Walton, que también estuvo en su momento en el festival. He visto muchos conciertos pero pocos como los de este grupo con Stewart y Vincent Herring en los caños tenor y alto, respectivamente, David Hazeltine en piano, David Williams en contrabajo y Joe Farnsworth a la batería. Solo tres temas bien largos: Holy Land, Ojos de Rojo y Bolivia. Dios, qué placentero bate de béisbol en la cabeza. ¿Cómo pueden sonar tan fuerte, tan ajustados, con tanto swing? Porque saben de qué se trata la cosa, m’hijo. Tienen decisión y autoridad. Tocan una música que conocen muy bien porque ellos mismos fueron durante muchos años parte de la banda de Cedar Walton o vienen del mismo palo. Empatía, hermandad, alineación de los astros, llámenle como quieran pero la química ocurre el viernes 6, con los Reyes, frente a nuestros ojos y oídos y recorre el paisaje como un aire necesario, imprescindible. Es la música de Walton interpretada por estos monstruos la que mece la copa de los árboles, sazona y da un sabor singular a los campos. Un día los científicos descubrirán que los grillos y las chicharras, las vacas y las ovejas y hasta el asno con su rebuzno cacofónico han mejorado los sonidos que emiten. La tierra de esa zona de Punta Ballena será por siempre la tierra del jazz al caer el sol. Es la continuidad de la música que evidentemente tiene un efecto placentero, bondadoso, curativo.
No puedo dejar de buscar palabras para reproducir lo que no se puede reproducir, que es la música. Se puede contar una novela, y contarla bien, aunque no seas escritor. Se puede contar el cine, que tiene narrativa. Se puede contar incluso una pintura, aunque la descripción de lo que allí ves sea pobre y alejada de los colores y las formas, que son exclusivamente visuales. Pero no se puede contar la música, que es lo que desesperadamente intenta hacer esta crónica pedorra, desbordada de subjetividad. Entonces sobrevienen las imágenes. La de Hazeltine llevando para el hotel una botella de agua mineral de litro y medio, bien pegadita a su cuerpo, como si fuese parte de él. Un tipo con la estampa de Clint Eastwood, con ese saco azul que le queda impecable como solo a los músicos les quedan los sacos y los trajes y cualquier cosa que se pongan. O Grant Stewart, que es una máquina de soplar y apenas se mueve, como un transatlántico en alta mar. Pero escuchen el sonido que emite. O Joe Farnsworth, que siempre tiene ganas de tocar y sigue tocando en el restaurante, y no para, le tienen que avisar que la camioneta ya se va para el hotel. Estoy seguro de que en la habitación se monta un set con algún plato, vaso y cenicero y le sigue dando. O Popo, que contempla extasiado desde la mesa del restaurante cómo Hamish Smith, un neozelandés de 24 años, ejecuta el contrabajo, que es de Popo.
El contrabajo se presta pero la pipa no. De eso hablamos con el pianista Rossano Sportiello, que fuma en pipa y en el escenario es la única compañía de la exquisita cantante armenia Lucy Yeghiazaryan. Hablamos de música, de las comedias italianas de Alberto Sordi, de Fellini, que es único, de tabacos y de pipas. Nos muestra una bolsa con su tabaco, una mezcla que él mismo hace. Y nos invita a degustarla. Pero no, no traigo pipa, ahora estoy con el cigarro, y la pipa no se comparte, le digo. Cierto, dice él.
En el restaurante suben y bajan músicos a tocar. Siempre aparece alguien con ganas. Incluso puede suceder que un ocasional automovilista, cuando todo ha terminado, levante en el camino de tierra a un pianista que volvía caminando y lo lleve al camping de la ruta donde se hospeda. Cómo no va a hacer bien un festival así, en el que no importan los errores que en la política y la diplomacia serían imperdonables. Paquito recibe una plaqueta en el escenario en homenaje a sus 25 años en el festival. Se la entrega Julio María Sanguinetti. El saxofonista agradece al presidente “argentino”. “Nooo, uruguayo”, corrige alguien desde el público. “Coño, perdón”, dice Paquito. Después me lo encuentro en el restaurante y se vuelve a excusar, y para ello me cuenta la anécdota de la bailarina cubana Juanita, que actuaría ante la delegación oficial china. Los burócratas de la isla le habían advertido que no hablara. En el teatro estaban todos los peces gordos, incluido el Che Guevara. Llega el momento de los aplausos y Juanita ante el micrófono agradece de todo corazón. Y da un pasito más: les pide a los chinos que envíen de su parte un apretado abrazo a… Chian Kai-shek, el general anticomunista y acérrimo enemigo de Mao. “Se empezaron a correr las sillas de golpe y los chinos a retirarse”, dice Paquito a las carcajadas. “Y por un buen tiempo se cortaron las subvenciones chinas a Cuba”.
Entonces, cómo no va a hacer bien un festival así, en el que la política es broma y cuento chino. Claro, me responde el médico: siga con Diaformina, Ciprofibrato y Rosuvastatina. Y agréguele para el bien de su salud el Festival de Jazz de Punta del Este.