Tengo que hacerle un regalo de cumpleaños a mi hija. Necesita ropa y tiene un estilo peculiar. Y aunque es una jovencita que estudia cine y solo va vestida de negro o gris, resulta difícil que un regalo le guste.
Tengo que hacerle un regalo de cumpleaños a mi hija. Necesita ropa y tiene un estilo peculiar. Y aunque es una jovencita que estudia cine y solo va vestida de negro o gris, resulta difícil que un regalo le guste.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáYo detesto recorrer tiendas y elegir ropa, lo que se llama hacer shopping. El laberinto de tiendas y mujeres que revuelven mesas y perchas me agobia.
Además, soterradamente siento el malestar de la prohibición implícita de gastar mucho —dado mi sueldo docente— y de la posibilidad de que la elección del regalo resulte un fracaso. No hablemos ya de la ropa “para mí”: ¡todo aquello bonito que se expone es small! Nada pasa mis tobillos, nada baja mi ombligo. Mi cuerpo protesta.
Prefiero largamente concurrir a una modista. El oficio artesanal de modista es una especie en extinción, como el afilador o el maestro panadero. Pero siempre encuentro alguna que me agranda polleras, me recicla vestidos y me convierte retazos en muy agradables prendas.
Una vez vi un informe donde se mostraban unos ríos de la China profunda: había algunos teñidos de turquesa, otros de rojo. La voz en off decía que los campesinos chinos saben qué color va a estar de moda el próximo verano en Europa antes que un madrileño. Es que las fábricas chinas que producen la ropa de la siguiente “temporada” para el primer mundo tiran sus desechos a los ríos. Por eso en Barcelona, por ejemplo, hay una movida de diseñadores que presenta sus colecciones en base al reciclaje de ropa vieja. ¡Me inflé de orgullo cuando lo escuché! ¡Es lo que vengo haciendo toda la vida! Un punto más a favor de mi conciencia ciudadana.
El sábado recorrí el Centro y el Cordón y de pronto, oh, de pronto, doy con una tienda con una mesa de ofertas donde, insólitamente, había una gran cantidad de pantalones de diversas marcas a un precio muy bajo. Había una curiosa variedad de vaqueros negros. Oh, para la nena, pensé. Allí me sumergí a revolver. Encontré pantalones de H&M a precio de jogging de techito verde. En Europa, nunca osé pasar el umbral de una sucursal de H&M; era de aquellas zonas europeas que no me concernían.
Luego, me zambullí en los buzos: diseño, calidad, estilo, todo… a diez veces menos que en un comercio normal. Eso sí, los talles y marcas eran disímiles. Ahí el secreto. Era el desecho del mundo de los ricos.
Vuelvo a casa con bolsas adornadas de grandes moños. Me pongo a revisar la ropa para ver su composición: si es algodón, si tiene exceso de plástico. Miro las etiquetas ocultas. Y descubro: “Made in Bangladesh”.
Esos días hacía un año de la catástrofe que mató a mil operarios, en su mayoría mujeres, cuando la fábrica textil donde trabajaban se les cayó encima. Entre los escombros aparecían las grifas mezcladas con la sangre de las víctimas: Mango, Zara, Corte Inglés, H&M…
Una remera vale 29 euros en Europa y sólo van 0,35 centavos de euro a la obrera que la fabrica.
La gente se sigue vistiendo en Bangladesh, Vietnam, Camboya, China…
Hoy, también yo tengo las manos manchadas de sangre.