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    Monseñor Jacinto Vera

    Vemos con satisfacción el renacimiento de la iniciativa en nuestro Uruguay de la beatificación de monseñor Jacinto Vera. Y digo con satisfacción para los que somos católicos y nacionalistas con absoluta razón, pues se retoma una vieja iniciativa haciendo justicia a un santo varón, máxime en un momento de materialismos repugnantes donde se pondera y se quiere imponer nada menos que la masacre de inocentes fetitos, seres humanos al fin, como un logro social miserable.

    Jacinto Vera se puede definir como un padre de la patria en materia de obras y vida ejemplar. Nace en el barco que lo trae a la patria desde las Canarias (1813). Hijo, además, de una época bravía que la comienza como soldado en el ejército patrio del libertador Gral. Manuel Oribe. Se cuenta que en una revista del general a la tropa vio a un soldado leyendo un pequeño libro. Cosa extraña en esos tiempos. Don Manuel se dirigió a él y le preguntó sobre el texto de marras. El muchacho, compenetrado por la presencia del general, mostró un misal, no sin antes aclararle que, terminada la guerra, su sueño era ser sacerdote. Ante lo cual lo exoneró del servicio militar y le entregó una carta para el superior del monasterio de Belvedere, de su amistad, para que lo guiasen en sus estudios eclesiásticos. “¡Quiero volver a verlo cuando se consagre!”, fue la austera orden.

    Es ordenado sacerdote en Buenos Aires el 28/5/1841 y celebró su primera misa en la iglesia de las Catalinas en esa capital. Es al poco tiempo destinado al Uruguay como teniente cura en Nuestra Señora de Guadalupe, Canelones. El 4/10/1859 es nombrado vicario apostólico en nuestro país.

    Fue hombre de convicciones religiosas muy firmes que lo llevan a tener enfrentamientos con la prensa anticatólica, particularmente masónica. A esos efectos renovó el clero y en 1860 inicia los primeros ejercicios espirituales en el país para religiosos. Inicia una recorrida por todo el país en viaje misionero.

    En ese tiempo hay un sonado enfrentamiento con la logia masónica (1871), al no querer el párroco de San José enterrar el cuerpo de un jefe masónico en el cementerio católico. Época esa en que los camposantos estaban bajo la organización y vigilancia de la Iglesia. Muere un importante dirigente masón de nombre Jacobsen en San José y la logia quiso imponer su sepultura en el camposanto católico. Ante la negativa del párroco de San José, se solicitó por parte de la familia la aprobación en Montevideo del párroco de la Catedral, P.P. Bridge, que lo aceptó. El párroco de San José, cumpliendo con el mandato del Vaticano sobre la excomunión a la masonería, recurrió entonces a Jacinto Vera, que desautorizó a Bridge y lo cesó en sus servicios en la Catedral. Vale aclarar que en esa época había un cargo eclesiástico único, que se designaba de común acuerdo entre el arzobispo y el presidente de la República, que era el titular de la Matriz. Interviene entonces el presidente Berro, que seculariza los cementerios y ordena el entierro de Jacobsen donde la familia lo designara. Ante lo cual Jacinto Vera ordenó que en los camposantos donde se enterrasen católicos se bendijeran las tumbas.

    En 1864 el gobierno blanco y de tendencia católica de Atanasio Aguirre solicita al Papa el obispado para nuestro país. Ya declarada la guerra y criminal sitio de Paysandú por los imperios y la canalla que los apoyó en 1865, Jacinto Vera ya obispo concurre a la Isla de la Caridad en apoyo espiritual de las familias de los héroes que estaban siendo masacrados en la heroica por la invasión criminal y salvaje por defender la soberanía de la patria.

    En 1867 viaja a Roma al centenario de San Pedro y en el 1870 participa del Concilio Vaticano I. En 1872 realiza la intervención de paz entre el blanco Gral. Timoteo Aparicio y el presidente Batlle (Revolución de las Lanzas) que fracasó con la inminencia de la Batalla de Manantiales (muerte de Anacleto Medina).

    En su mandato cristalizó el retorno de los jesuitas al Uruguay en 1872, realizando también el arribo de los salesianos (1876), teniendo como referencia la voluntad de San Juan Bosco, con quien mantenía una estrecha amistad. Es obvio que influencias batlli-masónicas lo ningunearon como reflejo del enfrentamiento con el catolicismo, propio de un tiempo radical donde posteriormente se llegó al absurdo irreverente de escribir Dios con minúscula, expulsar a las Hermanas de la Caridad de los hospitales, de invalorables servicios sanitarios y espirituales, y como colmo proyectar sacar las cruces de los cementerios. Obviamente, esto último fracasó. De cualquier manera, la Iglesia siguió de pie avanzando en su labor apostólica y espiritual del país.

    Este justo homenaje y aspiración a beatificar a monseñor Jacinto Vera, que ayudó a construir el viejo Uruguay donde la virtud más preciada fue la vida de los niños, el matrimonio cristiano, base de la familia y de los principios que tuvo en hombres religiosos de la talla de Jacinto Vera considerado padre de los pobres y de la Iglesia Uruguaya, fundador del clero nacional.

    Muere en Pan de Azúcar el 6 de mayo de 1881. Muy oportuno por cierto este movimiento y homenaje de la grey cristiana de levantar la imagen de un hombre santo, Jacinto Vera, como muro de contención y conciencia ante los flagelos del crimen de inocentes del aborto, de la legalización de la droga con sus consecuencias nefastas, la paulatina destrucción del matrimonio heterosexual, base de nuestra sociedad, por uniones antinaturales y la adopción de criaturas huérfanas para esos mismos lamentables destinos.

    Leopoldo Amondarain