Morir en tiempos de Covid-19: la soledad hasta el final de los días

escriben Martín Mocoroa y Federico Castillo 
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Morir solo. Morir rápido. De un momento a otro. Morir en una cama de cuidados intensivos con la única compañía de seres extraños a los que apenas se les adivina lo que dicen con sus labios y lo que expresan con sus ojos detrás de sus escafandras y sus infinitas capas de mamelucos, lo que marca el protocolo. Morir con la última y borrosa visión de un astronauta. Casi como morir en el espacio, a miles de kilómetros de la seguridad de la Tierra: morir en la estratósfera. Lejos.

O morir solo y aislado en tu casa. En tu propio hogar y sin tu gente. Confinado y esperando una asistencia médica que nunca llegó. Morir sin abrazos, sin la mano apretada de aquellos que quisieran estar al lado y muchas veces no pueden estar. Sin contacto, sin palabras finales. Morir y ser velado con los más rigurosos y estrictos protocolos de seguridad sanitaria. Cajón cerrado. Hermético. Sanitizado. La ceremonia bien breve y bien fría. Morir y ser enterrado en un cementerio en donde ni siquiera abundarán los abrazos de despedida entre los que se quedan. La distancia social hasta la muerte y después de la muerte también. Morir en tiempos de Covid-19.

Para Gustavo Grecco, intensivista y presidente del Sindicato Médico del Uruguay, la palabra que mejor define a esta enfermedad es “crueldad”. Lo que hace tan temible y tan peligroso al virus, explica, es la combinación de tres elementos: es altamente contagioso, no respeta estaciones y tiene una capacidad impactante para lesionar el aparato respiratorio. “Provoca una injuria pulmonar pocas veces vista”, se sorprende Grecco.

La combinación de riesgos hace que quienes asisten a los pacientes estén altamente expuestos al contagio y tengan que tomar severas medidas de protección. Todo desemboca en el aislamiento de la familia. “Eso hace mucho más doloroso todo”, dice el intensivista.

Las muertes por Covid-19 en centros de terapia intensiva suelen ser rápidas e inevitables en casi la mitad de los casos. Grecco dice que después de que se pone a los pacientes en el respirador el 80% muere. Según datos recientes de la Sociedad Uruguaya de Medicina Intensiva (SUMI), de los 808 pacientes atendidos en CTI, fallecieron 402, el 49%. La edad promedio de los ingresados fue de 65 años y la de los fallecidos, 70. La estadía promedio fue de 11 días. Los que se recuperaron estuvieron aproximadamente 10,5 días (y en promedio 24 cuando debieron ser intubados). Y los que no lograron recuperarse, unos 13.

El paciente vive todo este proceso separado de sus familiares. “Transmitir esta angustia es complicado. Somos un enlace con la familia, con su entorno. ‘Decile tal cosa, decile que lo quiero, decile que vamos a ir a ver a Nacional otra vez juntos’”. Es el mensaje del astronauta. Grecco y la mayoría de sus colegas se apoyan en las videollamadas para acercar lo que los protocolos alejan. El celular, que los intensivistas decidieron permitir temporalmente en estos centros, le resulta de una “brutal ayuda”. Le parece bueno que los familiares del paciente lo vean y lo conozcan, y también él conocer del otro lado hasta al perro, terminar metido dentro de la familia.

“Cuando una persona muere termina muriendo alguien con el que te involucraste. Si no contemplamos lo humano no es una buena medicina, es una medicina que está renga”, concluye. Dice también que en estos meses difíciles los equipos médicos —con el destacado rol del personal de enfermería— se zambulleron en un curso acelerado de empatía.

Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOS

En modo supervivencia.

“La fatiga pandémica se hace notar”, cuenta el intensivista Nicolás Nin, que es coordinador de los CTI del Hospital Español y del Centro Covid II, ambos de referencia nacional de esta enfermedad. Lo ve especialmente en la “ansiedad del equipo”, que sobrelleva en este momento todos los factores que aumentan el desgaste laboral: sobrecarga física y psicológica, disminución del autocuidado personal y el tiempo con la familia, miedo a contagiarse, estar permanentemente con pacientes muy graves y con desenlace fatal en la mitad de las veces. “Tampoco tuvimos tiempo para procesar nuestras emociones en este apogeo de la pandemia porque muchos de nosotros estamos en modo de supervivencia”, dice el especialista.

Nin cita un estudio reciente de investigadores de Stanford y Mount Sinai que identificaron cinco necesidades de los profesionales de la salud en esta crisis: “Que nos escuchen, que nos protejan, que nos preparen, que nos apoyen y nos cuiden. Esto es lo que necesitamos en este momento de nuestros líderes. Muchos sentiremos cuando termine esta pandemia lo mismo que los veteranos de guerra con las secuelas que conlleva”.

En el Hospital Británico les ofrecen apoyo psicológico a las familias y al equipo de salud. También en esa institución apelan a la creatividad para la comunicación: contacto telefónico, posibilidad de ver a familiares a través de vidrios que hay en el CTI, videollamadas en momentos específicos para que el internado escuche las palabras de aliento de su familia.

Sandra Bogado, gerenta de Prestaciones del Británico, explica que la atención a los pacientes graves con Covid-19 los obliga a desplegar un amplio abanico de herramientas. Por un lado, están las médicas, para intentar evitar la muerte, que es el peor escenario. Por otro, se ven ante la necesidad de buscar mecanismos para combatir la “soledad” del paciente, que no puede ver su familia y cuyo único contacto es el personal de salud con todos los implementos de protección. “Intentamos compensar eso de alguna manera”.

Foto: Ricardo Antúnez / adhocFOTOS

Invierno en otoño.

Como el turismo o como una fruta, la muerte tiene una zafra. Quienes trabajan en el rubro saben de primera mano que la temporada alta es el invierno. No es ningún secreto. De hecho, es un fenómeno largamente conocido y conversado que hasta tiene su reflejo popular en el dicho “julio los prepara y agosto se los lleva”, cuyo origen se atribuye a las comunidades indígenas de la región.

Uruguay vivió la pandemia por anticipado, con las imágenes de la tragedia que llegaban de otros países, por televisión o por las redes sociales, con muertos que se acumulaban incluso en las calles porque no había capacidad para atenderlos. Por acá, la muerte no fue uno de los principales impactos del coronavirus en 2020, que, en cambio, sí arrastró a decenas de miles de personas al seguro de paro, al desempleo o a la pobreza.

Un informe del Ministerio de Salud Pública presentado esta semana a la comisión parlamentaria de seguimiento de la pandemia y publicado por El País lo deja claro. En el 2020, murieron 32.640 personas. Fue la cifra más baja desde 2015, cuando hubo 32.967 fallecimientos. Solo en 175 de esos casos la causa de la muerte fue el coronavirus, según las cifras preliminares de la cartera, que podrían tener alguna pequeña variación en el mes de julio, cuando se presenten los números definitivos. La pandemia se ubicó en el puesto número 13 de la lista de las afecciones de salud que más muertes causaron.

Cuando el Ministerio de Salud haga el relevamiento del año 2021 la realidad será radicalmente diferente. La tendencia tuvo un punto de quiebre por diciembre y recrudeció mucho más en marzo de este año. En ese mes se registraron 363 fallecimientos con diagnóstico de Covid-19 positivo. En abril, la emergencia avanzó varios casilleros más. Hasta ayer miércoles 21, los fallecimientos del mes eran más de 1.000.

Oscar Grecco, gerente general de Previsión —grupo que abarca siete funerarias— y Luis Bruschi, socio de la funeraria Abbate, viven los números de los reportes en la práctica. Bruschi lo mide con un ejemplo concreto. Su compañía tiene un convenio de exclusividad con los afiliados del Casmu para brindarles el servicio fúnebre. Entre marzo y noviembre no hubo un solo fallecido por Covid-19, pero en pocos meses esa realidad tuvo un vuelco. Desde hace 15 días son el 70% de los fallecimientos con los que trabaja Abbate, y la realidad de la empresa, asegura, es un termómetro bastante certero de la situación general: “Con los fallecidos Covid que tenemos cada día yo ya sé más o menos cómo va a ser el informe de la noche del Sistema Nacional de Emergencias”.

Grecco y Bruschi cuentan que lo que están viviendo las funerarias es un pico alto de trabajo, regular y constante en las últimas semanas. Sobre el alcance de este aumento tienen visiones algo dispares. El primero tiende a pensar que efectivamente esto determinará un crecimiento de los fallecimientos globales. “Es una cuestión lógica: en un país donde hay entre 94 y 100 fallecimientos diarios se pasa a tener 60, 70 solo por Covid, eso se incrementa a las personas que mueren por otras patologías”, dice.

El segundo tiene un pronóstico más matizado. Considera que lo que está sucediendo es que se precipitan los fallecimientos, que hay gente que muere más rápido, pero no cree que vayan a tener el doble de trabajo que otros años. De hecho, piensa que el momento más complejo es el actual, que las cosas no van a ponerse peores y que, por el contrario, en las próximas semanas los números empezarán a mejorar. Bruschi rasca de nuevo en la experiencia para intentar describir con precisión lo que pasa. “Estamos trabajando como si fuera una zafra, como si fuera invierno”, dice.

Las coincidencias vuelven para describir las condiciones de trabajo. No hay una situación de desborde y no tuvieron la necesidad de contratar más personal. Sí tuvieron que reorganizarse. Mientras algunas áreas de trabajo están sobrecargadas otras cayeron en desuso. Por ejemplo, casi no existen velorios. Los protocolos sanitarios no los prohíben, pero los desestimulan con las limitaciones. En los fallecimientos por Covid-19 hay restricciones adicionales y a eso se suma que muchas veces los propios familiares del muerto están cumpliendo cuarentenas. También perdieron el sentido los autos que las funerarias ponen a disposición de los familiares para acompañar el cortejo y que, según cuentan Grecco y Bruschi, ahora van casi siempre vacíos.

El protocolo marca algunos cambios particularmente dolorosos para las familias de los fallecidos por Covid-19. En los propios CTI, una vez que el paciente fallece, se embala el cuerpo en un sobre plástico hermético, la funeraria lo levanta y obligatoriamente debe llevarlo en el cajón cerrado, que ya no puede volver a abrirse. Esta semana la diaria informó que una familia presentó una denuncia ante el Ministerio de Salud Pública porque no pudo ni siquiera hacer el reconocimiento del cuerpo. Bruschi y Grecco dan cuenta de situaciones similares y de cómo el personal de las funerarias no puede hacer nada ante la insistencia de los allegados por poder ver, besar o acariciar el cuerpo del fallecido.

“Son cosas que lamentablemente se han dado. Hay familiares que no pudieron verlo durante los 15 días en los que estuvo internado en el CTI. Pero después que está adentro del ataúd la empresa no lo puede abrir. No hay forma. Son situaciones dolorosas”, apunta Grecco.

En los cementerios privados, el aumento de muertes derivadas del coronavirus muestra un escenario similar al descrito por las funerarias. Búsqueda consultó al Cementerio Británico, a Martinelli, a Mater Terra y Jardines del Alma. Sus responsables dicen que el nivel de incidencia del Covid-19 en los fallecimientos con los que trabajan pasó a ser del 50% en las últimas semanas.

También ven un aumento de las consultas, la demanda y la compra de panteones, parcelas y de servicios fúnebres y de previsión en general. De alguna forma, sienten que hay un mayor nivel de concientización entre los uruguayos respecto a la necesidad de precontratar esos servicios. Aseguran que la tendencia era anterior al coronavirus, pero que se acentuó con la pandemia.

Tanto los cementerios privados como las funerarias reclaman que su personal sea incluido en los grupos de prioridad para acceder a vacunas. Consideran incomprensible que las autoridades no los hayan tenido en cuenta cuando es claro que están altamente expuestos a contagiarse.

Foto: AFP

Bajo control, por ahora.

Desde la Intendencia de Montevideo dicen que, a pesar del incremento de las cifras de fallecimiento, la División de Servicio Fúnebre y Necrópolis está logrando sostener su capacidad de trabajo. En las últimas semanas atravesaron algunos inconvenientes como el retraso en el retiro de cuerpos de la morgue, sobre todo de personas sin familia. Al principio el pico de muertes desbordó la capacidad del sistema judicial y la previsión de la intendencia, pero con el paso de los días y una reorganización de los recursos humanos encauzaron la situación.

La estabilidad actual, advierten, podría verse alterada si el nivel de contagios y de muertes se mantiene en cifras elevadas. La posibilidad de que funcionarios de la intendencia se contagien traería también dificultades para poder cumplir con los horarios. El personal de la división, informan, está trabajando en un régimen de horario extendido y está afectado por el cansancio físico y emocional.

La secretaria general de la Asociación de Empleados y Obreros Municipales (Adeom), Valeria Ripoll, cuenta que hay un aumento de trabajo evidente y particularmente en los crematorios. También ve con preocupación cómo, cada vez con mayor frecuencia, hay aglomeraciones en los sepelios. Asegura que, pese a que los protocolos establecen que no se puede exceder las 10 personas, en la práctica nadie prohíbe la entrada a los cementerios. La sindicalista advierte que eso deja muy expuesto al personal.

“Se supone que las empresas tienen claro que no deberían traer a más de 10 personas, el tema es que nadie puede prohibirles la entrada. Hemos sabido de gente que está esperando hisopados, pero como se le murió la madre o el padre van igual al cementerio. Si uno se pone en el lugar de la gente, es entendible, pero el tema es que eso le genera un riesgo muy grande a los compañeros que están ahí”, dice.

Ripoll sostiene que en la División Necrópolis falta personal. En las últimas semanas acordaron con Gestión Humana para que ingresen cinco nuevas obreras al servicio, que se hace prioritario ante la situación sanitaria. Los refuerzos, dice, no alcanzan “ni cerca” para cubrir las carencias de personal, pero dan “un poco de aire”. Al pasar raya, Ripoll ubica al Cementerio del Norte y el del Cerro como los principales factores de riesgo si los contagios y las muertes no disminuyen. En particular, proyecta que podría haber dificultades con las cremaciones.

“Si sigue este crecimiento exponencial, va a haber que pensar en no hacer tanta cremación e ir a tierra, que sería lo más práctico. En los hornos crematorios hay que esperar lo que demora en cremarse un cuerpo, que pueden ser un par de horas según el tamaño. Tenemos cuatro hornos y un número determinado de turnos, porque tampoco pueden estar mil horas cremando cuerpos los trabajadores. Entonces estamos en una situación complicada”.

Foto: Ricardo Antúnez / adhocFOTOS

Ocuparse de sus muertos.

En 2015 Martín Caparrós escribió una columna para El País de Madrid sobre una tendencia ecológica en la gestión de la muerte. Más allá de la solución en cuestión —que consistía en convertir los cadáveres en abono como alternativa a la cremación— el periodista argentino abordó en el texto el trasfondo antropológico que hay detrás de los ritos funerarios, que son uno de los elementos distintivos de la especie humana.

Lo que terminó de hacer de aquellos monos animales diferentes fue la decisión de ocuparse de sus muertos, decidir que esos montones de materia que carroñeros comerían o el tiempo pudriría merecían un destino mejor porque había deudos o dioses o espíritus que así lo demandaban”, resumió.

La Iglesia católica tiene un sacramento específico para bendecir a los enfermos que están cerca de la muerte: la unción de los enfermos. Este rito requiere de contacto físico porque consiste en que el sacerdote le haga la señal de la cruz al enfermo con un aceite bendito en la frente y en cada una de sus manos.

El cardenal Daniel Sturla tuvo que administrar ese sacramento hace unos días atrás al sacerdote Robin Traverso, que a sus 82 años fue el primer cura en morir con coronavirus. Lo hizo antes de que entrara al CTI, afuera del Círculo Católico y arriba de la ambulancia que lo trasladaba. Tuvo que ponerse túnica, doble tapaboca, máscara de protección y guantes.

Más allá de ese sacramento en particular, Sturla explica que para los católicos es fundamental el acompañamiento de la fe en la muerte y que en el contexto actual se están enfrentando a grandes obstáculos. Además de estar aislados, los enfermos de Covid-19 graves, señala, cuando son intubados en general ya son puestos fuera de ambiente.

“El impacto es durísimo. Mucha gente está muriendo sola, sin el auxilio de los sacramentos, sin el auxilio de la fe”, dice.

También cree que las restricciones al contacto social afectan los procesos de duelo. En ese sentido, señala que los velorios prácticamente están suspendidos y los espacios de oración dentro de los cementerios están muy limitados. Tampoco es posible celebrar misas a cajón presente como algunos creyentes piden.

“Parte del duelo es poder estar cerca de la gente que se muere. Tener alguna especie de contacto con el muerto, con el cajón, con el entierro. Los ritos ayudan a las personas a hacerse cargo de lo que están viviendo, de la muerte de un familiar. Cuando estos elementos faltan se hace más difícil elaborar el duelo”, opina.

La tradición judía tiene también varios rituales alrededor de la muerte. La mayoría de ellos se vieron trastocados por el coronavirus y algunos directamente arrasados. Los protocolos hacen imposible, por ejemplo, cumplir con el Tahará, uno de los principales cultos. Se trata de un acto de purificación en el que los más allegados al fallecido bañan el cuerpo muerto y luego lo visten con una ropa especial que denominan mortaja. Nada de eso es posible porque los fallecidos por Covid-19 salen del CTI enfundados en sobres herméticos y, además, las funerarias deben ponerlos en el ataúd, que luego ya no puede abrirse.

Danny Dolinski, rabino de la Nueva Congregación Israelita de Montevideo, explica que, además del Tahará, otro precepto fundamental de la comunidad judía en el duelo es el acompañamiento masivo al cementerio. Allí la ceremonia tradicional implica varias prácticas que hoy son desalentadas por el distanciamiento social. El rabino debe cortar las ropas de los principales deudos y se acostumbra también que los asistentes sean partícipes del entierro tirando todos una palada de tierra. En los días posteriores es fundamental el acompañamiento presencial a la familia con espacios de rezo y reflexión, de los que suele participar también el rabino.

Con la pandemia, cuenta Dolinski, todos los rituales tradicionales se reducen “lo mínimo indispensable”. Las ceremonias en el cementerio se hacen sin contacto físico y si el entierro es de alguien con Covid-19 las restricciones son todavía mayores. El acompañamiento posterior a la familia pasó a hacerse de forma virtual. El rabino intenta ver el costado positivo en ese panorama desolador. Dice que el mejor homenaje que se le puede hacer al difunto en el contexto actual es cuidarse entre todos, pero reconoce que la falta de abrazos, encuentro y contención se hace sentir.

“Hay que tener suerte hasta para morir”, le escuchó decir por estos días a una persona de la comunidad que perdió a un ser querido. La frase le parece oportuna. “Morir en este momento es privarse de algunas cosas que son caras, queridas, al corazón del alma judía y que en este caso no se pueden hacer”, explica.

Dolinski lideró la ceremonia religiosa del alcalde montevideano Andrés Abt, acaso una muerte sorpresiva, un cimbronazo que marcó el inicio de esta escalada de casos y fallecimientos sostenidos desde hace más de un mes.

Por fuera de los rituales religiosos, las imposibilidades están latentes a cada hora en los CTI. De distintas maneras los médicos, los familiares y los pacientes son los protagonistas involuntarios de despedidas amputadas, contra las que tratan de rebelarse como sea: con celulares, con mensajes a través de intermediarios, con pedidos especiales, con regalos, con cartas.

Una de esas cartas le llegó al intensivista Grecco en las últimas semanas. El texto era de los hijos de un hombre fallecido por Covid-19 y venía acompañado de un huevo de pascua. El destinatario original del huevo era su padre, que según cuentan era un amante del chocolate. Ante su muerte decidieron enviarlo igualmente a los médicos. El hombre, según el relato de sus hijos, estaba muy agradecido con el trato que le daban los médicos y pretendía llevarles pizza casera cuando saliera del CTI. “Él siempre decía que compartir lo que más te gusta es el amor más grande”, cuentan sus hijos en la carta escrita a mano, un intento más por vencer la distancia social que se impone hasta en la muerte. Y después de la muerte también.

Contratapa
2021-04-22T01:55:00