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    Mundo y contramundo

    Un tema que ha servido tanto para defender como para defenestrar a la sociedad estadounidense es el de la igualdad social. Para Sarmiento, esa igualdad era el rasgo más positivo y esperanzador de todos los que vio durante su estadía en el Norte. Allí, escribió, la igualdad era “absoluta en las costumbres y en las formas. Los grados de civilización o de riqueza no están expresados como entre nosotros por cortes especiales de vestido. No hay chaqueta ni poncho, sino un vestido común y hasta una rudeza común de modales que mantienen las apariencias de igualdad en la educación”.

    En Europa, el sanjuanino había visto grandes diferencias en el transporte: “En Francia hay tres categorías de vagones, en Inglaterra cuatro. La nobleza se mide por el dinero que puede pagar cada uno”. No era así en Estados Unidos: “Las comodidades y los cojines son excelentes e iguales, y por tanto el precio del pasaje es el mismo para todos”. Como toque final, esta magnífica reflexión: “El convoy es siempre cómodo, espacioso, y si sus cojines no son tan muelles como los de la primera clase en Francia, no son tampoco tan estúpidamente duros como la de segunda clase en Inglaterra, pues en Estados Unidos, no habiendo sino una clase en la sociedad, la cual forma El Hombre, no hay tres y aun cuatro clases de vagones como sucede en Europa”.

    Era, el norteamericano, un pueblo nuevo con cultura antigua; no tenía “reyes ni nobles ni clases privilegiadas ni hombres nacidos para mandar ni máquinas humanas nacidas para obedecer”; era, en definitiva, un pueblo en donde el bienestar estaba mucho mejor distribuido que en otros países.

    ¿Cuál era la causa de esa riqueza, que tanto diferenciaba al norte con el sur del continente? Sarmiento anotó con mortífera certeza: “Dícese que la facilidad de ocupar nuevos terrenos es la causa de tanta prosperidad. Pero, ¿por qué en la América del Sud, donde es igualmente fácil, y aún más, ocupar nuevas tierras, ni la población ni la riqueza aumentan, y hay ciudades y aun capitales tan estacionarias que no han fabricado cien casas nuevas en diez años?”.

    Había, por supuesto, otras facetas de singular importancia que explicaban el progreso del norte y el atraso del sur. Una de ellas era la sed insaciable de conocimientos. Por eso, un leñador estadounidense recién llegado a los territorios que su país le había arrebatado a México conocía más del terreno conquistado que los propios mexicanos, que llevaban siglos viviendo allí.

    También en la comparación con Francia, Estados Unidos salía bien parado. Era común en nuestras latitudes alabar la cultura francesa, pero Sarmiento consideraba que esta era inferior a la norteamericana: “El único pueblo del mundo que lee en masa, que usa de la escritura para todas sus necesidades, donde 2.000 periódicos satisfacen la curiosidad pública, son los Estados Unidos, y donde la educación, como el bienestar, están por todas partes difundidas y al alcance de los que quieran obtenerla. (…) En Estados Unidos todo hombre, por cuanto es hombre, está habilitado para tener juicio y voluntad en los negocios políticos, y lo tiene en efecto. En cambio, Francia tiene un rey, cuatrocientos mil soldados, fortificaciones de París que han costado dos mil millones de francos y un pueblo que se muere de hambre”.

    La educación era por ende el mayor tesoro de la nación: “La estadística de los Estados Unidos muestra el número de hombres adultos que corresponden a veinte millones de habitantes, todos educados, leyendo, escribiendo y gozando de derechos políticos”.

    El estadounidense era, pues, un hombre con hogar propio o con la certeza de tenerlo, un hombre sin hambre, un hombre esperanzado en su futuro, un hombre político, un hombre, en fin, “dueño de sí mismo y elevado su espíritu por la educación y el sentimiento de su dignidad”. ¡Cuántas diferencias con el hombre del sur, sin casa ni comida ni esperanzas de mejoría; sin derechos políticos, sin educación y sin dignidad!

    La gran explicación a esa diferencia de base radicaba en el peso de la cultura española: totalitaria, atrasada y analfabeta. Frente a este mundo de compacto atraso, el estadounidense, embebido de un espíritu puritano de igualdad y de justicia con carácter de sentimiento religioso, había sabido y podido despegar, avanzando imparable por la senda del progreso.

    Adelantándose a Max Weber en más de medio siglo, Sarmiento señaló la importancia que tenía para el crecimiento económico el poder leer la Biblia: una característica esta del protestantismo que estaba prohibida en el catolicismo. Esa capacidad les permitía a los alfabetizados pioneros del Far West entender lo que decía el pastor, pues sabían de lo que hablaba. El hispanoamericano, por el contrario, no estaba preparado, ni para esa conversación ni para otras similares, pues vivía encerrado en el mundo oscuro del analfabetismo.

    A diferencia de José Enrique Rodó, que medio siglo después (y sin salir de su hogar en Montevideo) aseguraría ramplonamente que los norteamericanos eran nulos como inventores, Sarmiento demostró que “los datos estadísticos colectados en estos últimos diez años muestran que una buena parte de los inventos y mejoras adoptados en Inglaterra son de origen norteamericano. Han modificado la máquina de vapor; mejorado la quilla del buque; perfeccionado el vagón. (…) La mitad de los aparatos de labranza son invención de su ingenio”.

    Un pueblo alfabetizado y libre iba camino a ser la nación más rica del planeta. Un pueblo analfabeto y prisionero de su ignorancia se hundía día a día en pequeñas guerras y grandes miserias. Hoy, todo sigue igual.

    (*) El autor es doctor en Historia y escritor