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El satélite alemán que Moscú creó el 7 de octubre de 1949, y que con ese sentido del humor negro tan típico de los bolcheviques fue apodado República Democrática Alemana, murió de un síncope democrático (¡ah!, la ironía de la historia…) a pocos días de cumplir 41 años: el 3 de octubre de 1990.
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Pero en la memoria de “la gente” —ese eufemismo que el populismo seudoprogresista usa cuando quiere hablar del pueblo— la RDA no murió nunca. Personalmente, la recuerdo más que nada con el olfato (un olor penetrante a lejía tosca y dulzona) y con la vista agobiada por esa pobreza cromática con abundancia de marrones y grises que tan excelentemente bien transmite la película Good Bye Lenin. Hoy, cuando viajo a Uruguay, revivo mis impresiones de la RDA en el notable deterioro general (edilicio, humano, cultural…) que sufre el país donde nací.
Hace unos meses, una iniciativa pública llevó a la apertura de un centro documental en Bonn. Es el segundo museo cuyo fin es el de transmitir cómo era la vida cotidiana en la Alemania controlada hasta en sus más mínimos detalles por la Stasi, el servicio secreto de la dictadura comunista (y aconsejo una segunda obra de arte cinematográfica que recrea este aspecto en forma magnífica: “La vida de los otros”).
Esta iniciativa pública llega casi una década después de que un empresario con muy buen olfato para los negocios abriese el Museo de la RDA, el cual es hoy uno de los grandes centros de atracción para quienes viajan a Berlín, o viven allí. Las entradas facturadas demuestran el éxito, pues los visitantes superan el medio millón cada año.
Si bien los nostálgicos de la RDA parecieran ser muchos (“pensándolo bien”, se oye a veces, “a pesar de todo no estábamos tan mal”…), quienes realmente quisieran volver a vivir vigilados por la Stasi en un mundo de asfixiantes controles y agobiantes privaciones se contarían con los dedos de algunas pocas manos.
Una anécdota. Hace unos meses, haciendo mandados por el centro de Lund (mi ciudad en Suecia), me topé con un Trabant gris estacionado entre dos coches “normales”. Recordé inmediatamente los miles de Trabant de colores pálidos que transitaban dificultosamente las carreteras de la RDA cuando viajé allí en octubre de 1980. Se trata de un auto con dos cilindros y 26 caballos de fuerza (sic) al cual no se le modificó nada sustancial durante 30 años. Tenerlo era un sueño y para poder comprarlo había que anotarse y esperar hasta 15 años.
Fascinado, me detuve y comencé a sacarle fotos. De pronto apareció el propietario. Me contó que, al igual que muchos otros entusiastas y nostálgicos, había pagado “demasiado dinero” por algo que fue uno de los principales símbolos de la RDA. Pero reconoció que casi no lo usa, “pues no hay espalda que aguante”.
Una cosa es pues el recuerdo idealizado de un ayer falsamente dorado y otra muy otra la cruel y concreta realidad. Tal como lo muestra Weissensee (una ambiciosa serie televisiva sobre la vida en la RDA, en la cual las relaciones de amor prohibido chocan con las estructuras del poder, con la moral “revolucionaria” y con las ambiciones de carrera en el aparato político-militar), los 17 millones de habitantes del satélite alemán de Moscú vivían en una especie de pecera, en la cual cada movimiento que hacían era estudiado a fondo por una red de espionaje que, hoy lo sabemos en todos sus detalles, incluía en su interminable planilla a personas “libres de toda sospecha”.
Fue cuando leí sobre estos dos museos alemanes que pensé que la idea general de esas iniciativas podría ser muy útil en nuestro desvencijado y maltratado Uruguay. ¿Por qué no abrir un espacio para recrear la vida en la vieja, extinta y enterrada Suiza de América? Sería bueno hacerlo a la brevedad, antes de que el acelerado deterioro del patrimonio humano y cultural lo convierta en un imposible.
Mediante documentos, fotos, bandas sonoras y ambientes interiores y exteriores, y explotando a fondo las posibilidades que nos brinda la tecnología de la información, se podría regenerar la vida cotidiana en el Uruguay de los años dorados. Después de todo, se trata de un período de poco más de cuatro décadas (lo mismo que duró la RDA).
Aún se está a tiempo. Aún quedan sobrevivientes de aquellas épocas pasadas, cuyos testimonios son valiosísimos. Aún hay restos materiales en pie. De no hacerse ahora, el vertiginoso proceso de decadencia en el cual ha entrado la República hará, dentro de poco tiempo, indefectiblemente imposible esta empresa.
Quizás, si las autoridades no son mezquinas, se podrían reservar algunas manzanas de Montevideo en donde ambientar el Museo que aquí propongo. Tal vez en alguna parte de Punta Carretas o del Malvín viejo (el centro ya está totalmente perdido para estos fines) sea posible crear una suerte de Parque Jurásico de la prometedora y vigorosa nación que Uruguay llegó a ser hasta hace poco más de 60 años, antes de caer en el abismo.
El desafío me parece tan fascinante como necesario.