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    Narciso frente a las fake news

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2195 - 13 al 19 de Octubre de 2022

    ¿Por qué funcionan tan bien las fake news? ¿Por qué gente que es razonable en la inmensa mayoría de los aspectos de su vida diaria, en determinados temas está dispuesta a creer cualquier cosa? ¿En qué se distinguen las fake news de las viejas mentiras y versos? ¿Por qué entendemos cada vez más la política en esos términos, extremos y absurdos, que proponen las fake news?

    Obviamente, existe un montón de posibles respuestas a estas preguntas. Me interesa concentrarme en una mirada en particular: las fake news funcionan porque vivimos en un mundo que es, de facto, neoliberal, según la versión for dummies de ese concepto. Porque vivimos en sociedades en las que el progresivo proceso de personalización que se viene desarrollando desde hace décadas, alcanzó un punto en que se proyecta sobre nuestros deseos, no solo en nuestro presente material. Intentaré explicarme.

    Cuando uno leía las viejas novelas de ciencia ficción, las de la edad dorada del género, las computadoras eran gigantes y únicas, controlaban todo el planeta y, por lo general, enloquecían y causaban problemas a la humanidad entera. Isaac Asimov, por ejemplo, imaginó a su Multivac como una poderosa computadora que estaba en manos de un gobierno global y que controlaba los destinos de la especie. Multivac aparece en varios de sus cuentos y siempre se presenta como una entidad autosuficiente y autorregulada que necesita poco y nada de la intervención humana. Pero siempre es una única maquina gigante que lo controla todo.

    Eso decía la ficción de hace unas seis o siete décadas. La realidad de la evolución de las computadoras y de los dispositivos tecnológicos en general dijo otra cosa. Desde aquel entonces, pero especialmente a partir de comienzos de la década de los ochenta, la tecnología, los dispositivos de consumo tecnológico, nos han venido alejando de los espacios comunes, de lo colectivo. Primero la televisión y luego el video le restaron audiencia a la experiencia colectiva del cine. Esos mismos dispositivos también restaron audiencia a conciertos y shows. El cambio de una civilización industrial a una posindustrial, sacó también al trabajador del espacio colectivo y común que era la fábrica (especialmente adecuado para, por ejemplo, organizarse entre iguales en sindicatos) y lo lanzó al mundo de los servicios y el emprendedurismo, en donde la fantasía última la representan los empleados de las apps como PedidosYa y UBER, en las que el trabajador ya no es tal sino una suerte de “socio” muy minoritario, sin voz ni voto, que carga con toda la responsabilidad en caso de que algo, lo que sea, salga mal.

    Además de modificar los espacios laborales y las opciones de ocio y comunicación, ese proceso de personalización hizo algo más, según la definición que el filósofo francés Gilles Lipovetsky propuso en su clásico La era del vacío, escrito en 1983, en plena era Reagan: “El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas ha sido pulverizado, el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental, el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva, a la personalidad incomparable sean cuales sean por lo demás las nuevas formas de control y de homogeneización que se realizan simultáneamente”.

    Es decir, la res pública, la deliberación colectiva en búsqueda de un espacio común para ciudadanos libres e iguales, ha dejado su lugar a la reivindicación de la sensibilidad (que ha transmutado casi en sensorialidad en los últimos tiempos) individual. Lo que cada uno siente se ha convertido en una fortaleza que no puede ser cuestionada por nadie. Especialmente si uno se considera parte de algún colectivo ofendido históricamente por los powers that be. En resumen, un abandono progresivo de la modernidad, pautado no solo por las ideas en pugna sino por los procesos tecnológicos y laborales reales. Por eso no es raro que quienes marcan la línea actual de las ideas masivas y quienes definen los límites de lo que se puede decir o no en la conversación pública, sean precisamente los creadores y difusores de esas mismas tecnologías, encarnadas en su versión de red social virtual. Ya no es el patrón de la fábrica el que contrata esquiroles para reventar una huelga, ahora es un juvenil multimillonario californiano al que nadie votó en ninguna parte, quien decide de qué se puede hablar en nuestra charla pública global y en qué términos. Nunca antes el derecho de admisión tuvo una privatización tan exitosa y tan generalizada como hoy (¡hola, Twitter!).

    ¿Cómo conecta este proceso de personalización y privatización con las fake news? En que estas son diseñadas y paridas siguiendo el mismo patrón individualizante. Las viejas mentiras, incluidas las viejas mentiras ideológicas, eran elaboradas con el criterio de las cervezas industriales de antaño: gustarle a la mayor parte de la gente posible y disgustarle al menor número posible. Las fake news, como las cervezas artesanales, son diseñadas para paladares específicos y diversos. No es solo que mientan, es que proponen además una suerte de universo alternativo en el que las cosas están diseñadas para satisfacer nuestros deseos individuales. No importa si hay un montón de gente que se moviliza en torno a esas fake news que nos conmueven, el gesto sigue siendo igual de narcisista, ya que lo que nos une es la semejanza de cada uno con nuestro ideal personal. No solo no aceptamos charlar con el que piensa distinto, además nos juntamos solo con los que son idénticos a nosotros. Un regreso a la tribu pero con la mirada clavada en la pantalla del celular, registrándonos (fotos, videos) con ese mismo dispositivo para mostrarle al resto nuestra elevada virtud moral individual. Neoliberalismo de red social en clave identitaria.

    Las fake news funcionan muy bien porque apelan a la emoción personalizada, algo especialmente efectivo en tiempos de política emocional. No solo mienten (o hacen cherry picking en los hechos de la realidad) sino que además nos proponen una especie de espejo en el que podemos vernos reflejados, como Narciso. Expresan nuestro deseo de que las cosas sean de una manera X y no de la manera en que realmente son. Por eso adherimos a ellas por encima de cualquier dato. Porque ofrecen una alternativa nítida (y falsa, pero eso no importa) frente a la incertidumbre y nebulosas varias que nos ofrece el mundo real.

    Atomizados en cientos, miles de microgrupos en donde lo único que importa es la semejanza definida según el sabor social del mes (que se define en Palo Alto o algún otro lugar sin la menor legitimidad democrática), nos convertimos en neoliberales hasta el punto de proyectar nuestro deseo personal por encima de los datos de la realidad. Eso sí, tenemos cientos de opciones de consumo para ejercitar nuestro narcisismo cotidiano. ¿Qué importa consumir unas mentiritas frente a tanta felicidad individual?