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Antes que nada vale aclarar que esta es una película de los hermanos Coen, así que no debe tomarse a la ligera. Aunque durante años la dirección era atribuida a Joel y la producción a Ethan, siempre se supo que trabajaban a dúo más allá de los guiones que escribían conjuntamente, hasta que finalmente accedieron a figurar ambos como directores desde “Quinteto de la muerte” (2004) y ganaron un Oscar compartido por “No hay lugar para los débiles” (2007). Así que las cosas en su justo lugar. Los hermanos Coen están entre los mejores realizadores del cine actual y punto. Lo han probado con creces desde “Simplemente sangre” (1984) y durante estos últimos 30 años han hecho grandes cosas (“Barton Fink”, 1991; “Fargo”, 1996; “El gran Lebowski”, 1998), y —como le ocurre a Woody Allen— hasta en sus filmes presuntamente menores siempre hay un toque personal, talentoso, ingenioso, diferente y disfrutable.
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Nadie debe pensar sin embargo que porque sean los Coen hay que ser permisivos o indulgentes con cualquier cosa que hagan. Balada de un hombre común (mal título castellano para “Inside Llewyn Davies”) no trata para nada sobre un hombre común. Trata de observar en lo posible qué es lo que pasa por la cabeza de Llewyn Davies (Oscar Isaac), un músico folk en el Greenwich Village de comienzos de los 60, y ese proceso está observado a través del estilo clásico de los Coen: con un humor a contrapelo (nos reímos de cosas que en sí no son graciosas), comportamientos algo bizarros y en todo caso nada convencionales, un ritmo pausado pero nunca cansino, y una mirada penetrante, a menudo cáustica, escasamente complaciente y seguramente muy humana sobre su protagonista y la gente que lo rodea.
Estamos en 1961, pleno invierno en una Nueva York gélida e inhóspita, y Llewyn Davies no tiene abrigo y ni siquiera un lugar donde dormir. Con su guitarra a cuestas, canta por unas monedas en el boliche de un “amigo” y duerme en cualquier sofá que le ofrezcan por la noche. No tiene equipaje, no se cambia de ropa, es dudoso que se bañe, pero todas esas carencias no se comparan con la peor de todas: no tiene amigos, por lo que el entrecomillado anterior tiene su razón de ser. Hay gente que se compadece de él, porque a fin de cuentas es un artista que busca su lugar en el mundo y tal vez haya que ayudarlo, darle una mano. Pero Llewyn toma la mano y hasta el brazo y no da nada a cambio. Su mirada melancólica parece decir “¡maldita sea mi suerte!”, pero él no hace nada para merecer algo mejor. No tiene por qué ser una gran persona para triunfar, pero el talento requiere usualmente un poco de encanto personal además de suerte. Y la suerte hay que buscarla. No viene sola.
¿Es antipático? Para nada. La mirada de los Coen es más bien compasiva, aunque no afectuosa. Pero al seguirlo con la cámara (y está siempre frente a la cámara), obliga al espectador más desaprensivo a interesarse por su destino, porque Llewyn canta muy bien, y en esos instantes (que son muchos), se produce una especie de magia, de encantamiento, que desde la primera escena enfoca al cantante en escena enmarcado en una bellísima composición fotográfica de una calidad plástica poco frecuente (por Bruno Delbonnel, candidato al Oscar) y desde ya queda claro que Llewyn es un tipo talentoso, no importa la mala suerte que tenga ni la parte de culpa que le corresponda.
Varios personajes se cruzan en su camino, porque esta no es una historia dramática con los ingredientes narrativos habituales sino que enfoca una semana en la vida de Llewyn Davies, nada definitiva ni fundamental, sino una semana como cualquier otra. A los Coen les interesa mostrar cómo es su vida, qué es lo que hace, qué motivaciones tiene, cuál es la inercia que no le permite avanzar en su carrera. El guión está construido en forma cíclica, por lo que la golpiza inexplicable que recibe en la segunda escena recién será comprendida al final, luego de que pase un par de días buscando el gato de quien le prestó su sofá para pernoctar y él torpemente dejó escapar. Golpea puertas buscando otro sofá, se encuentra con Jean y Jim (Carey Mulligan, Justin Timberlake) y se sabe que tiene cuentas pendientes con ella. Viaja de prestado a Chicago en un auto donde tiene que soportar la mala onda de su dueño (John Goodman, impresionante) y canta en varios lugares, solo o acompañado, algo quebrado porque su compañero musical acaba de suicidarse.
Pero algo tendría que salirle bien. La película no puede terminar como empezó. Aunque tal vez sí, pero igual no importa porque no está contando una historia. Está hablando de un personaje, está enriqueciendo los detalles que marcan su vida cotidiana, y eso es todo. Brillantes actuaciones, riquísima banda sonora, notable ambientación de época, admirable pintura de un personaje muy particular. Los Coen saben hacer eso, y sobradamente bien.
“Balada de un hombre común” (Inside Llewyn Davies). EEUU-Reino Unido-Francia, 2013. Dirigida y escrita por Joel y Ethan Coen. Con Oscar Isaac, Carey Mulligan, Justin Timberlake, John Goodman, Garrett Hedlund, F. Murray Abraham, Adam Driver, Max Casella. Duración: 104 minutos.