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Como sucede en las buenas películas de suspenso 15 minutos antes del final, la política argentina está en un estado de tensión e incertidumbre insoportable. Todavía faltan algunos elementos decisivos, pero los finales que se avizoran son los peores posibles, y la dinámica de la competencia que hemos conocido en los últimos 10 años, razonablemente estable, está a un paso de desintegrarse, quizás de manera definitiva.
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El gobierno está directamente en descomposición. La situación económica y social es gravísima. Los análisis económicos más optimistas sostienen que la falta de dólares es más que preocupante y que el Poder Ejecutivo podría quedarse sin financiamiento después de las elecciones primarias de agosto. Eso significaría una corrida cambiaria y un estrépito mayor aún de las variables elementales de la economía del país.
A la falta de dólares se suma una falta total de confianza en el equipo de gobierno. Ni el mercado ni las familias creen que la administración de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa tenga el margen de acción ni la credibilidad para proponer alguna medida medianamente seria o eficaz siquiera para contener la inflación o el precio del dólar, que van en paralelo.
Con la economía en el estado en que está y el recuerdo de otras calamidades como la gestión de la pandemia o la administración de las vacunas contra el coronavirus, sería un milagro que el gobierno ganara las elecciones presidenciales de este año. Si eso ocurriera, habría que quemar unos cuantos manuales de ciencia política. Pero, como se sabe, la Argentina puede dar sorpresas indefinidamente y por lo tanto no hay que descartar ninguna hipótesis (sobre todo por lo que se verá de la oposición en los próximos párrafos). Entonces, en el hipotético caso en que un candidato peronista ganara la presidencia, los problemas políticos también serían serios, pues las disputas internas han llegado a un límite en el cual sería impensable esperar una base de apoyo mínima proveniente de un peronismo que increíblemente, a pesar de la situación actual, insiste en la confrontación y la polarización.
Al momento de escribir estas líneas, pocos días antes del vencimiento del plazo para inscribir las alianzas electorales y los candidatos ante la Justicia, pareciera que el gobernante Frente de Todos se encaminara hacia una competencia interna para definir el candidato presidencial. Lo que en otros casos podría ser normal y saludable, en el peronismo sería una anomalía. Sobre todo, porque las diferencias, las peleas y los desaires entre los diferentes actores del gobierno han sido profundos en los últimos dos años. Basta recordar que Cristina Kirchner, que eligió a Alberto Fernández para encabezar la fórmula presidencial, ha escrito cartas abiertas demoledoras, lo ha humillado públicamente y hasta ha mandado a renunciar (solo en los medios, es cierto) a los funcionarios que le respondían para presionarlo. Ahora Alberto Fernández, aunque despojado de todo poder, declara que él no se ha enriquecido (como ella) en la presidencia y alienta a Daniel Scioli a presentarse en la primaria para no dejarle el camino allanado al candidato kirchnerista, todavía por definirse. Con esto a la vista, bien podría pensarse que el Frente de Todos podría fracturarse antes, o más probablemente después, de las elecciones. Como si esto fuera poco, el ministro de Economía Massa amenaza con renunciar si no es ungido como candidato único del espacio, posición que es apoyada por varios gobernadores de provincia. Pero, si efectivamente su presión surtiera efecto y fuera ungido candidato, también debiera renunciar al cargo para encarar la campaña, lo cual también pondría a la economía pendiendo de un hilo. En síntesis, gane o no gane el peronismo, la situación política será de extrema debilidad.
Las disputas internas también desangran a Juntos por el Cambio. La coalición opositora hace un par de meses tenía la elección prácticamente ganada en primera vuelta, con perspectivas de obtener mayoría en la Cámara de Diputados y triunfos en varias provincias, pero la inédita y desconcertante interna del partido PRO llevó a la coalición a una situación en la cual ahora está preocupada por no salir tercera en un escenario, como se repite hasta el hartazgo, de “tres tercios”. En rigor de verdad, no son tres tercios sino una situación de potencial triple empate. Las especulaciones y los tirones por las candidaturas en todos los niveles (nacional, provincial, municipal) debilitaron las expectativas no solo del triunfo sino también de la fortaleza real de la coalición. Un primer momento de máxima tensión se dio cuando el expresidente Mauricio Macri presionó fuertemente (con éxito) para que su primo Jorge Macri fuera el candidato del PRO en las primarias para jefe del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Macri podría haber actuado como un poder moderador, pero al tensar al máximo la cuerda por la sucesión en la ciudad (a pesar de que Jorge Macri fue dos veces intendente de Vicente López, un municipio lindero con la ciudad pero que pertenece a la provincia de Buenos Aires, que es otro distrito electoral) el expresidente privilegió el poder personal y familiar antes que la estrategia de la coalición. Pero no solo Macri tira de la cuerda. En plena disputa por el liderazgo del PRO, el actual jefe de gobierno y ya lanzado precandidato presidencial Horacio Rodríguez Larreta elevó más aún la tensión al convocar al peronista Juan Schiaretti, gobernador de la provincia de Córdoba, a sumarse a Juntos por el Cambio. Aunque hay algunos procedimientos prestablecidos para aceptar el ingreso de nuevos partidos y dirigentes a la coalición, la provocadora jugada de Rodríguez Larreta desató la ira de Macri y la de su rival en las primarias del PRO, la exministra de Seguridad Patricia Bullrich. Por supuesto, las posiciones y las afinidades políticas tanto de Macri como de Rodríguez Larreta con otros personajes de la política argentina no son históricas sino meramente coyunturales. Esto es, el problema no es incorporar a un peronista (que ya los hay, y varios) sino la puja por el liderazgo interno en el partido.
Naturalmente, todos los partidos tienen tensiones internas cuando se acerca la fecha de la designación de las candidaturas, pero la interna de la UCR se estaba tramitando, en cambio, de manera responsable y sin poner en riesgo la unidad del partido. La UCR es el principal socio del PRO y, en parte como una forma de resolver sus propias disputas internas, se ha sumado de manera irresponsable a la interna del PRO. A pesar de haber preparado un programa de gobierno muy sólido gracias al aporte de unos equipos técnicos muy calificados y con gran experiencia, un partido unido haría un esfuerzo por preservar la unidad y encolumnarse detrás de un único precandidato presidencial en las elecciones primarias. Sin embargo, eso está muy puesto en duda en estas horas vertiginosas: diversos sectores y dirigentes individuales del partido se manifiestan en público apoyando a Rodríguez Larreta, y otra parte, a Patricia Bullrich. El único radical que insiste en su precandidatura presidencial, Facundo Manes, es un outsider que ingresó a la política hace dos años.
Como se advierte, y de manera similar al Frente de Todos, la unidad del PRO, de la UCR y, por lo tanto, de Juntos por el Cambio hoy pende de un hilo. La coalición, que sorprendió por evitar las rupturas una vez perdida la elección de 2019, sin embargo, está muy cerca de sufrirlas en las vísperas de su regreso al poder. Si Juntos por el Cambio se fractura, de nuevo el espacio no peronista se fragmentaría, y si el peronismo llegara pragmáticamente a evitar su propia ruptura, el no peronismo se habría suicidado con torpeza. Si, por el contrario, Juntos por el Cambio no se fractura, no está claro que pudiera gobernar con los amplios apoyos internos (ni hablar de los externos) que necesitaría para realizar las reformas requeridas para salir de la crisis.
Finalmente, el tercer actor relevante de la próxima elección, La Libertad Avanza, no tiene disputas internas, no solo por el liderazgo mediático de su atípico líder Javier Milei, sino porque no tiene otra cosa más que Milei. Hasta ahora se beneficia de no tener que mostrar un pasado, pero tampoco puede mostrar un conjunto de ideas, ni un diagnóstico en algún área que no sea la monetaria, ni un equipo de gobierno ni una base orgánica en las provincias. Hasta ahora solo ha mostrado su intolerancia, incluso ayudado por trolls y haters en las redes sociales encargados de indignarse con los competidores o con cualquier otro sospechoso de no votarlo. Milei sostiene que llegó a la política para despertar leones, pero pareciera estar alimentando hienas. Y estos indicios refuerzan las dudas sobre la preferencia o la conveniencia de la democracia para este partido.
Javier Milei está en la boca de todos, pues no solo es la novedad excéntrica de la política argentina, sino que ahora tiene chances de ganar las elecciones gracias a que canaliza la indignación que siente gran parte de la ciudadanía frente a la ineficacia y el internismo irresponsable y suicida de la política tradicional, a la que él llama “la casta”. Sin embargo, al tener un partido nuevo en un país muy extenso, está completando sus listas locales con incontables miembros de la casta. Por ejemplo, su candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires es un intendente y excomisario de la Policía Bonaerense, y está dando sobre todo a peronistas muchos lugares en las listas provinciales y municipales por la necesidad de cuidar sus boletas en el cuarto oscuro y fiscalizar las 100.000 mesas en las que se vota en todo el país. Por esa misma falta de estructura, si Milei ganara la presidencia, su partido de los puros no le alcanzaría no solo para lograr un contingente legislativo potente en el Congreso sino tampoco para llenar los cargos de la administración gerencial del Estado. Ya anunció que en tal caso gobernaría con plebiscitos, lo cual es contrario a la Constitución Nacional.
En estas horas veloces se irá aclarando el escenario pero, cualquiera sea el resultado de las elecciones, el país se habrá acercado a la fragmentación del poder político y a la ingobernabilidad. Y aun si (apelando al optimismo) no se produjeran quiebres o astillamientos en las coaliciones y las aguas del internismo se calmaran, el daño que estas últimas semanas han infligido a la poca confianza que había en la política es irreversible.
Con ese paisaje a la vista, la confianza inversora tardará todavía más en llegar y el desarrollo del país será cada vez más una quimera. Hasta ahora, es preferible seguir con los ojos cerrados antes que ver el final de la película.
*Politólogo. Vicepresidente de la International Political Science Association.