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    Obesidad y políticas públicas: ¿problema individual o colectivo?

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2211 - 2 al 8 de Febrero de 2023

    En mi columna pasada destaqué algunas cifras alarmantes sobre la obesidad en nuestro país. Por ejemplo, que Uruguay es uno de los países de la región donde el sobrepeso y la obesidad ha crecido con mayor rapidez en los últimos años, alcanzando a seis de cada 10 uruguayos. O que, entre los niños en edad escolar, la tasa de sobrepeso y obesidad supera el 40% y es de las más altas del continente (12%) entre los niños menores de 5 años. El exceso de peso se asocia con enfermedades crónicas, ausentismo y bajos rendimientos en la edad escolar, caídas en la productividad laboral, menor calidad y esperanza de vida, y mayores costos de salud.

    Se podría argumentar que sobrepeso y obesidad son problemas personales que debe manejar cada individuo. Que cada sujeto es libre de elegir qué tipo de alimentos consumir y en qué cantidades, y que, en este ejercicio, sopesará los beneficios y los costos de sus decisiones. Que ningún gobierno debería inmiscuirse en estos asuntos; con dar información y educar a los individuos para que tomen mejores decisiones es suficiente.

    Por supuesto que el informar y educar es un paso fundamental. En muchos países los organismos a cargo de la salud pública generan campañas que instruyen a la población sobre cómo alimentarse adecuadamente y sobre las consecuencias de una mala alimentación. Un ejemplo es la Guía Alimentaria para la población uruguaya, a la que se puede acceder a través de las páginas web del Ministerio de Salud Pública o del Ministerio de Desarrollo Social. El asunto es si este tipo de medidas es suficiente, o las políticas educativas en este rubro deberían ir más allá, por ejemplo, integrando la enseñanza sobre nutrición con más fuerza en los programas escolares y también mejorando las opciones disponibles en comedores y cantinas.

    Hay otras razones, además, por las que la obesidad trasciende lo individual y se vuelve un problema colectivo que justifica una mayor intervención gubernamental. El sobrepeso y la obesidad generan lo que se llama “externalidades”, efectos que repercuten en terceros distintos de la persona que los padece. En sistemas basados en seguros de salud solidarios, los riesgos se comparten y se financian entre todos los participantes; si la obesidad de un individuo genera mayores costos al sistema, estos costos se van a trasladar a todos los asegurados, tanto sea a través de mayores primas de seguro o de mayores impuestos.

    Adicionalmente, los niños no deciden lo que comen o qué hábitos adquieren; estas decisiones son tomadas por adultos que no necesariamente internalizan los efectos nocivos que puede tener una mala alimentación sobre el desarrollo físico, cognitivo y socioemocional de un niño. Alguien tiene que velar por ese desarrollo.

    También hay numerosas investigaciones que demuestran que los individuos no tomamos decisiones óptimas en relación con nuestra alimentación a pesar de tener acceso a información adecuada. No prestamos atención a la información, y aún menos cuando estamos cognitivamente exigidos o preocupados por otros problemas, lo que explica en parte por qué los hábitos de alimentación en poblaciones de nivel socioeconómico bajo son en general peores. Estamos muy expuestos a publicidades que promueven el consumo de alimentos de bajo valor nutricional y alto contenido calórico. Y por más que queramos cambiar hábitos y reemplazar los dulces y fritos por frutas y verduras, tenemos problemas de autocontrol, hasta el punto de que aceptamos deseosos imponernos de antemano compromisos que nos permitan controlarnos mejor y no ceder a la tentación.

    Por último, comer bien sale caro; en general vemos enormes disparidades en las conductas y hábitos alimenticios de las poblaciones con mayor y menor nivel socioeconómico. Los precios de frutas y verduras se han ido encareciendo en términos relativos mientras que los de los productos ultraprocesados y altos en azúcares se han ido abaratando, lo que ha impactado en mayor medida sobre la canasta de alimentos de los hogares más pobres, con presupuestos más restringidos.

    Estas razones han llevado a los gobiernos a intervenir a través de políticas que permitan mitigar las consecuencias de las externalidades, optimizar la toma de decisiones de los individuos y reducir las inequidades. Un tipo de política que viene siendo crecientemente implementada a nivel mundial es el impuesto a las bebidas azucaradas. Es una política de precios que busca encarecer relativamente productos que producen externalidades negativas. Actualmente más de 50 países han implementado políticas de impuestos para desincentivar el consumo de las bebidas azucaradas, entre ellos se destacan México, Sudáfrica y el Reino Unido. La evidencia muestra que estos impuestos aumentan los precios y reducen la demanda de estas bebidas.

    Si bien Uruguay no ha utilizado los impuestos a las bebidas azucaradas como política de combate a la obesidad, sí ha incursionado en el etiquetado frontal de alimentos, junto con otros 25 países. Estas etiquetas buscan hacer más reconocibles ciertas características de los alimentos, como el exceso de azúcar, sodio, o grasas por porción, e informar rápidamente al comprador sobre su valor nutricional relativo. Investigaciones para Chile y el Reino Unido han demostrado que el etiquetado frontal modifica las compras hacia alimentos que no tienen etiquetas y, sobre todo, provoca a nivel de la industria cambios en la composición de los alimentos: los productos que marginalmente tenían contenidos altos de azúcar, sodio o grasas son reformulados para poder evitar las etiquetas. El etiquetado parece ser una herramienta exitosa para cambiar la calidad de la dieta y por lo tanto reducir la obesidad. Pero para que la herramienta cumpla su objetivo, los puntos de corte para definir cuándo se pone una etiqueta deben ser informativos para los consumidores y provocar reformulaciones que sean relevantes. En Uruguay los puntos de corte han sido fijados por debajo de las recomendaciones internacionales, poniendo en cuestión la capacidad de la política de generar impactos significativos.

    Otras políticas que se observan a nivel mundial incluyen la restricción de la publicidad de alimentos de bajo nivel nutricional y alto contenido calórico dirigida a niños, la obligación de los restaurantes de ofrecer información calórica en los menús, y la prohibición de vender alimentos no nutritivos en escuelas, que Uruguay está actualmente impulsando.

    Cada una de estas políticas tiene sus pros y sus contras. Por ejemplo, los impuestos a las bebidas azucaradas son más regresivos (impactan más en el presupuesto de las familias de menores ingresos), pero las etiquetas frontales tienen menor alcance cuando las externalidades son provocadas por fallas de mercado que no se originan en problemas de información. Ninguna de ellas va a provocar cambios radicales. Sí pueden ir generando cambios en la percepción colectiva acerca de lo que es y no es adecuado consumir y posiblemente, en la medida que haya suficientes esfuerzos de política para pasar estos mensajes, se podrá generar cambios en las normas de alimentación y en los comportamientos nutricionales de las personas.