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    Oda a lo efímero

    Los exiliados románticos, de Jonás Trueba
    Colaborador en la sección de Cultura

    Jonás Trueba se pone de pie, da tres, cuatro pasos, y desaparece por un pasillo. La vista desde la ventana de Skype: una habitación ordenada, un anaquel con libros, una mesa pequeña sobre la que reposa una bolsa con el logo de librería La Central. Y el póster de Los exiliados románticos. Trueba regresa con el libro Menos que uno. Ensayos escogidos, de Joseph Brodsky. “Ese ensayo sobre la poesía, creo, está aquí”, dice. Brodsky es un autor que le fascina. El ensayo es una impresionante conferencia que dictó el poeta y ensayista en Turín acerca de la importancia de la poesía en el desarrollo del gusto literario. Mientras recorre las páginas, recomienda con un entusiasmo casi adolescente otro texto incluido en el libro: “Una habitación y media”. Trata sobre la muerte de los padres del autor. Ok, esta entrevista se fue por las ramas. O tal vez tenía que pasar. Todo empezó con el largometraje del póster. Los exiliados románticos, el tercer largo de Trueba (después de Todas las canciones hablan de mí y Los ilusos), la razón de esta comunicación cuando ya es más de la una de la madrugada en España. Tal vez tenía que pasar: en los filmes de Trueba —Madrid, 1981, hijo de Fernando el grande, el director de Ópera prima y Belle Époque— los libros están íntimamente enlazados a sus personajes y, por tanto, a la trama, al mundo que describe el realizador. Por lo que parece natural que, en algún momento, hablando de cine, con Trueba se hable de libros. Algunos lo critican fuertemente por el asunto de las citas. “El tema de las citas es peliagudo”, dice el director y guionista. “En otras artes está más asumido. En la literatura, en la música, puedes usar frases de otro, mencionarlas y crear un texto. En cambio, en el cine, pones a un personaje con un libro y parece que no. No voy a asumir que no se puede citar, es una tontería. Es lo mismo que con las canciones. Son las cosas que me interesan, que están dentro y que quiero dentro de la película. Quizás en esta se muestra de una forma más orgánica. Para mí un gesto humilde, una película se comparte con los demás, entonces me gusta cuando alguien se acerca y me pregunta por el libro que se habla en la película porque se lo va a comprar. Me da mucho placer cuando la gente me dice que descubrió a tal escritor por un largometraje. Sé que hay gente que quiere leer a Natalia Ginzburg porque le golpeó la frase en Los exiliados. Es una buena señal, que una película te dé ganas de ir a buscar otra cosa: un libro, una calle, un bar, un restaurante”.

    Los exiliados románticos (en Cinemateca Pocitos del 20 al 25 de mayo a las 21 h) toma su título y una cita de una obra del historiador y periodista británico E. H. Carr, uno de los mayores especialistas de la historia de Rusia. Carr recoge las historias personales y sentimentales de un puñado extravagante de personajes prerrevolucionarios, entre los que sobresale el aristócrata Alexander Herzen, el verdadero gran protagonista del libro. “El personaje es genial”, dice Trueba. “Estaba leyendo sobre los movimientos románticos para hacer otra cosa. Llegué a Herzen a través de un ensayo de Isaiah Berlin, luego conocí el libro de Carr. Y en realidad, la película que estoy montando ahora, La reconquista, iba a transcurrir en Argentina, y se iba llamar Los exiliados románticos. En un momento de locura decidí que no hacía la película en Argentina, inventé otra película y le transferí el título, pero no tienen nada que ver. El título lo decidí antes de comenzar el viaje. Cambiar el título también sirvió para encontrar el rumbo y situar el corazón de la película”.

    Nada de esto será trascendental.

    Tres amigos viajan de España a Francia a bordo de una furgoneta naranja. Ellos son Vito, Francesco y Luis. Vito es Vito Sanz, Francesco es Francesco Carril y Luis es Luis E. Parés. Estos amigos son amigos en la vida fuera de la pantalla. Amigos entre ellos y amigos y colaboradores del director (Carril y Sanz ya han trabajo con Trueba, mientras que el historiador de cine Parés se suma al equipo por primera vez). Hacen tres paradas: Toulouse, París y Annecy. Podría decirse que estos hombres son la excusa, el vehículo para conocer a estas mujeres: Renata Antonante, Isabelle Stoffel, Vahina Giocante, que interpretan a Renata, Isabelle y Vahina respectivamente.

    La música de la banda Tulsa tiene una presencia sustancial. Y Miren Iza, la cantante, figura como personaje lateral que, por medio de la canción Oda al amor efímero, conecta las historias personales de los protagonistas. Primero por medio de una aparición realista, con la intérprete cantando en un boliche; más adelante, con una transición bastante natural, se va integrando a la trama de un modo más cercano a lo surreal.

    Hay humor y color y melancolía. Hay dos interpretaciones implacablemente opuestas de un cuento de la italiana Natalia Ginzburg, precisamente, diosa de asuntos mínimos. Hay una cena en la que se habla de las diferencias entre exilio y migración, un cineasta bastante pagado de sí mismo considera que es importante que Luis lo entreviste para su tesis, se comenta las peculiaridades interpretativas de la palabra “trabajo”, se realiza una traducción simultánea del italiano y un brindis por Bucky Fuller. Hay una declaración de amor en francés, una declaración que ha sido escrita, tachada, reescrita, ensayada, y que aun así es torpemente tierna, espontánea, valiente y veraz. Incluso se debate si, en caso de ser una película, lo sucedido pasaría el test de Bechdel, que determina si una película es machista.

    Dice Trueba: “Había algo en el aire, en cuanto a la relación entre hombres y mujeres, que me apetecía retratar y que me parece muy propia de una generación y de un tiempo. Cuando veo a una amiga que me dice que está mal porque está sola, la compadezco, porque no hay tantos hombres interesantes como mujeres. Este comentario puede parecer una frivolidad, pero hay algo ahí que no sé explicarlo sin sonar muy estúpido, que la película tenía la voluntad de retratar un tipo de mujer que tiene una especie de fuerza que nos supera, que en un momento dado no nos necesita, y eso me impresiona. Quiero pensar que me equivoco, que exagero, pero hice la película con ese runrún en la cabeza”. Y ahí está la escena del lago, “en esa Europa que no existe”, dice. “Esa reunión de gente distinta que se encuentra y que de algún modo está obligada a ser caminando junta y no se sabe muy bien qué va a pasar con ella”.

    Los exiliados románticos encuentra belleza en lo simple y poesía en los momentos comunes. Percibe los problemas de interpretación de las emociones ajenas. Es una sutil celebración de las diferencias y de esos gestos tan poco cool en los que la gente mueve la cabeza al compás de una canción. Una película que, siguiendo las palabras de un poeta tal vez demasiado citado, disfruta del pánico que provoca tener la vida por delante.

    La película y cómo se hizo ya tiene algo de fábula y aventura. Se escribió, se reescribió y rodó sobre la marcha, con una cámara Lumix GH3, a lo largo de 4.000 kilómetros recorridos en 12 días. “Eso estaba suficientemente claro: el marco, tenemos estos días, estos actores, en estos coches, con esta camarita de fotos y lo vamos a hacer así”, dice Trueba. “Para mí, como director-productor, es muy importante tener ese marco de producción, entendiéndola desde la noción creativa, para tomar decisiones esenciales. Si hubiéramos tenido más días, no tendría la fragilidad, no tendría el nervio y la espontaneidad que tiene. Treinta días está muy bien para filmar otra película, pero no la pequeña e imperfecta película que es”.

     —¿Cómo fue hacer Los exiliados románticos?

    —Fue un vértigo. Lo que me gusta de esta película es que fuemuy poco intelectualizada. Todos los procesos creativos conllevan un paso del tiempo, una serie de planificaciones exigentes y trabajos que se acumulan, que esta los tuvo, claro, pero reducidos a la mínima expresión. Por momentos la sentí muy kamikaze. Tengo recuerdos de estar perdido durante el rodaje. De estar muy inseguro de la película que estaba haciendo. Recuerdo que me iba a dormir por la noche, a veces me tocaba dormir al lado de alguno de los actores o de mi productor, y nos mirábamos antes de apagar la luz, y nos reíamos porque no estaba muy claro hacia dónde íbamos porque no había un guion leído, había mucho intercambio de ideas, risas y muchas posibilidades. En mi caso, acabo haciendo una película y por el camino dejo no sé si diez, quince o veinte películas que suelen ser un poco la misma con variantes y posibilidades frustradas. Esta fue muy particular, el impulso surgió de una noche de borrachera con amigos, pero lo que no he contado mucho porque me da vergüenza, es que un primer momento era una de espías. Iba a ser más paródica. El título era en francés: La nuit africaine.

     —¿Qué elementos determinaron el viraje?

    —Cuando llegó el momento de la verdad, de verte en ese proceso, ver que has liado a diez amigos para hacer un viaje incierto, conduciendo muchísimas horas por la carretera, ver que madrugan, que están cansados, que allí nada está claro, hay algo dentro de ti que se aprieta, en el intestino, en el corazón, y entonces te dices que no puedes hacer el idiota, no puedes hacer una frivolidad. Entonces, la película no perdió su impulso, su punto de diversión, creo que terminó siendo algo que llevaba bastante dentro. Es algo que me di cuenta después del rodaje. De que había hecho la película que llevaba dentro. No lo intelectualicé. Me di cuenta de que me puse en unas circunstancias donde salió hacer esto: una película que casi no tiene hilo argumental y que trata del amor, pero no del amor como lo suele entender el cine, el amor en el sentido mayúsculo, sino en el sentido minúsculo, efímero, que para mí a veces es tan importante y ocupa más tiempo en la vida amorosa que el amor absoluto. Esa especie de amor que en realidad no es pero que, por momentos, es lo único que tenemos: la posibilidad.    

     —¿En qué momento apareció la música en la historia?

    —Todo el rato. Con Miren tuvimos un flechazo mutuo. Hubo un momento en el que estuve escuchando canciones de Tulsa obsesivamente. Luego ella empezó a mandarme maquetas de ese disco que iba a contener Oda al amor efímero (La calma chicha), además Los ilusos, que a su vez está inspirada en mi anterior película. Nos fuimos atrayendo el uno hacia el otro. Ella me propuso hacer el clip de Oda, le propuse hacer la banda sonora. Entre el encargo que ella me hacía a mí y yo a ella, el punto de encuentro fue la película. Por eso en el cartel dice: “Dirigida sobre la marcha con canciones de Tulsa”. Pienso que me subí a sus canciones para hacer la película.

    —¿La música en su vida tiene esta presencia?

    —No soy un melómano ni estoy al día. Creo que estamos todo el rato poniendo música obsesivamente sin saber muy bien lo que estamos oyendo. Lo que sí me sucede es que cuando me gusta un músico, le soy muy fiel. Soy muy obsesivo y lo escucho mucho y lo convierto en una cuestión cinematográfica. Me pasó con Nacho Vegas, con Abel Hernández, con El Hijo. Encuentro un cantante, un letrista que me ayuda en el día a día, lo necesito, y al final inevitablemente lo meto en la película. Del mismo modo que filmo con gente que me resulta cercana, intento que la música que está más dentro de mí esté en la película.

     —¿Cómo es el intercambio con Fernando Trueba?

    —Trato de no abusar. Aunque está bueno contar con él, últimamente lo que hago es mostrarle el primer montaje. En esta, que no teníamos guion, no tenía nada para mostrar, le dije qué iba a rodar, me preguntó cómo iba a ser y le dije: “Bueno, ya te la mostraré”. Me gusta mucho preservar con él ese momento muy bonito que es regalarle la posibilidad de mostrar una película que hice sin que sepa prácticamente nada. Con la gente que quiero mucho, en vez de aburrirla con tratamientos, ideas, contándoles mi vida y mis dudas, intento ocultarles bastante y que cuando les llegue la película sea más una sorpresa.