N° 2049 - 05 al 11 de Diciembre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn una época (el fin del Barroco) y en un ambiente (la Corte, los salones de la Francia culta y galante) donde se privilegiaba la suntuosidad, es natural que el arte terminara la obra comenzada en el Renacimiento consistente en emanciparse de la funcionalidad y convertir a las piezas artísticas en meros objetos bellos con valor por sí mismos; el arte en este tiempo adquirirá la feliz cualidad de ser, como dirá más tarde Oscar Wilde, “completamente inútil”, es decir, digno por lo que es y no por aquello a lo que interesadamente aplica.
Uno de los actores a los que debemos agradecer la consolidación de este nuevo paradigma fue Friedrich Melchior Grimm, operador social y cultural que tuvo enorme protagonismo en la vida de los salones. Su misión no podía ser más pertinente en las circunstancias de la Ilustración: vincular las novedades de Francia con las cortes europeas, producir admiración y generar buenos negocios para artistas y pensadores que de golpe se ven solicitados por amables déspotas heridos por el licor de la filosofía moderna, por las delicias del arte, por las audaces venturas de la moda y de las costumbres de vanguardia que se gastaban en el hexágono.
Es así que dirige a este influyente público su gran empresa editorial que lleva por suficiente título la Correspondance littéraire, uno de los monumentos de la Ilustración en materia de artes plásticas. Por medio de ejemplares exclusivamente manuscritos (con el fin de evitar la censura) dirigidos a un número muy reducido de abonados, generalmente apenas una decena, pero donde se reúne una gran parte de la élite principesca europea (Catalina II de Rusia, los reyes de Suecia y Polonia, el tribunal de Prusia), este periódico difunde toda la actualidad cultural parisina.
Aquí es donde entra en escena la tarea augural de Denis Diderot contratado por Grimm como crítico de arte, como difusor de obras. A partir de 1759 y hasta 1781 —pero con menos constancia durante la última década— Denis Diderot, que venía con su fama de director de la Enciclopedia, se convierte en vocero y comentador calificado de los encuentros organizados por la Academia de Bellas Artes en uno de los salones del Palacio del Louvre.
Tiene una curiosa forma de trabajar, pues a diferencia de lo que sería más tarde la tarea crítica, Diderot parece más un inspector que un diletante. Con parsimoniosa regularidad visita las grandes colecciones de arte a menudo en compañía de los artistas, entre ellos el entonces afamado Jean-Baptiste Chardin, del que aprecia la sutileza de sus juicios y la ponderación con que trata cada una de las piezas o explica los estilos. También, siguiendo una práctica que había iniciado con la redacción de la Enciclopedia, acude a los talleres y confronta ideas con los pintores, hasta el punto de atribuirse a veces una parte, quizás abusiva, del proceso creativo. Diderot conoce bien los debates teóricos de la época y, de hecho, en sus análisis privilegia siempre un enfoque dialéctico pero no conceptual ni dogmático; para esto, como buen representante del siglo de la conversación, se sirve de la forma dialógica, que le gusta especialmente y que ejerce en varias de sus obras (El sobrino de Rameau, El sueño de d’Alembert, Suplemento al viaje de Bougainville).
Esos primeros ensayos de un género que alcanzará gloria en el siglo siguiente con plumas como las de Stendhal, Baudelaire, Ruskin y Wilde, aparecen aquí como cartas dirigidas a su amigo Grimm con el objeto real-ficcional de que este las haga llegar a sus notables destinatarios. El juego del dispositivo epistolar era muy cómodo y además atractivo; la época celebraba ese modo como lo demuestran piezas magnificas: Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos; las Cartas filosóficas, de Voltaire; las Cartas persas, de Montesquieu.
Respecto de su enfoque de la obra de arte, que huye del método, hay que decir antes que nada que no se espere objetividad: Diderot favorece la parte sensible tanto en el diseño como en la recepción. Así, en páginas célebres dedicadas al gran cuadro mitológico de Jean-Honoré Fragonard Corésus y Callirhoé (1765, museo del Louvre) describe la composición como si la hubiera soñado y subraya las reacciones emocionales que suscita en él. En esto, sin duda puede ser considerado como el fundador de una crítica de arte que asume cierta subjetividad y se aparta de la estética idealista clásica.
Encarezco la lectura de Salons de 1759, 1761, 1763 et Essais sur la peinture (PUF, Paris, 2007).