Nº 2085 - 20 al 26 de Agosto de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDécadas y décadas de investigación no han logrado develar a quién se le ocurrió incluir en la partitura del tango Rodríguez Peña, de Vicente Greco, chispeante, vivaz y sencillo, estrenado en 1911, como adorno supuestamente embellecedor, algunos acordes de la Rapsodia húngara de Franz Liszt.
Sí se saben otras cosas. No fue idea del autor original de la música, solo tocaron esos acordes algunas orquestas entre la multitud de las que grabaron versiones instrumentales —De Caro, D’Arienzo, Di Sarli, Fresedo, Canaro, Basso, Federico, Mores, Sassone, De Angelis, Racciatti y hasta Los Tubatango— y su intención fue contribuir a “adecentarlo” para fortalecer lo que había logrado en la sociedad rioplatense: en plena época de la Guardia Vieja, Rodríguez Peña, ganándole incluso la pulseada a El entrerriano, que se supuso había dado el puntapié inicial, convenció a gran parte de quienes abjuraban del baile de tango por marginal y prostibulario de que estaban equivocados; así, entre la clase media y parte de la clase alta, aumentaron las parejas que iniciaron el disfrute de nuestra danza ciudadana.
Hay un esclarecedor párrafo de los hermanos Bates en su libro La historia del tango: “Cuando se estrena la obra de Greco, el tango era solo un rumor en el ambiente, una suerte de pillete desmelenado y sucio que vivía en los lupanares y cafetines de baja estofa (…) Pero, por suerte, encontró el alma sensible del autor que realizó el milagro de los alquimistas, convirtiendo en oro todo el plomo que desnaturalizaba al tango de esa época. Rodríguez Peña fue escrito con ese propósito (…) de que al compás de su música bien inspirada se pueda bailar sin temor a la censura del puritanismo más exagerado.”
No deja de ser una extrañeza tamaña peripecia, no obstante real, comprobada, porque Greco había compuesto un año antes su obra mayor, Ojos negros, que tanto melódicamente como para bailarla a un ritmo menos alocado y saltarín de lo entonces común, no debería admitir comparación.
Otra curiosidad para acumular a la historia del tango.
También ha sido muy discutido el lugar donde Greco elaboró Rodríguez Peña, nombre de la calle donde estaban instalados dos sitios donde tocaba con su sexteto de piano, dos bandoneones, violín, guitarra y la añeja flauta: el salón La Argentina y el café San Martín. Hay consenso de que fue en este donde Canaro, en años de “seca” con su orquesta, fue el violinista del grupo.
Y del maragato autor de Halcón negro sobrevive el documento de unas interesantes declaraciones: “Los bailes los organizaban en el café El Pardo Santillán y El Vasco Aín. Se encargaban de telefonear a todas las mujeres y bacanes aficionados a la milonga, pues se habían hecho conocidos, no sé cómo, de gente de otros niveles sociales y económicos. A partir de Rodríguez Peña todo fue más fácil.”
El tango de Greco que fue como la “llave de puertas prohibidas” nació instrumental, y así lo son la enorme mayoría de las grabaciones existentes. Sin embargo, tuvo tres letras, adosadas después de la grabación inicial. Asegura Oscar del Priore: “Ni la primera de Juan Velich, ni una segunda que hizo en colaboración con su hijo Rafael, ni la tercera de Juan Porteño tuvieron mayor difusión. Un fragmento de la segunda fue cantado por Alberto Gómez como estribillista de Adolfo Carabelli, y la italiana Milva, en su idioma, hizo una versión con la última de las letras, que alguna vez, dicen que dicen, acompañó en escenarios europeos nada menos que Astor Piazzolla.”
Vicente Greco, apodado El Garrote —por un bastón casero, de dura madera, que debió usar, a veces como arma disuasiva en duras refriegas en sitios riesgosos, luego de un accidente al desplomarse un palco donde actuaba—, fue el creador de la “orquesta típica criolla” y quien dio carácter definitivo a las orquestas de tango. Es autor, además de los mencionados antes, de los temas El estribo, Naipe marcado, El flete y Alma porteña, entre muchos otros.
Dos de sus hermanos fueron integrantes de su orquesta: Domingo, pianista y guitarrista, y Ángel, cantor y también hábil digitador de las seis cuerdas.
Enrique Cadícamo, en su poema Rodríguez Peña, del libro Poemas del Bajo Fondo, apunta con lírico acierto:
De aquellos viejos tangos / floridos y hamacados / hasta mi corazón / llega un lejano eco… / Es que toca en la bruma / la orquesta del pasado, / con Canaro, Palito y Vicente Greco.