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    Pese a riesgos, América Latina saca a militares a combatir el crimen

    Rio de Janeiro (Gerardo Lissardy, corresponsal para América Latina). Cuando todo México entraba en clima para una nueva fiesta de fin de año, una avioneta Super King Air 200 aterrizó con sigilo en el aeropuerto Mariano Matamoros, en el estado central de Morelos, la noche del 28 de diciembre de 2007. El turbohélice estaba siendo rastreado por la agencia antidrogas estadounidense DEA, que creía que llegaba de Colombia repleto de cocaína. Su captura debía ser cosa segura desde el momento en que la información sobre su aterrizaje sospechoso fue transmitida a la 24ª zona militar mexicana, a cargo de la seguridad del lugar, para que lanzara el operativo correspondiente. Pero cuando los soldados llegaron al sitio ya era tarde: la avioneta matrícula N14TF estaba vacía y sus tripulantes se habían esfumado. Pocos días después, el general mexicano a cargo de la zona, Ricardo Escorcia Vargas, fue relevado de esa posición y trasladado a otra región del país, antes de que pasara a retiro. Nunca se establecieron pruebas que lo culparan por el fracaso de ese operativo, por lo que el general salió limpio de la investigación, según medios locales. Pero las autoridades mexicanas tuvieron así una señal de que algo podía andar mal ahí.

    Escorcia Vargas es ahora uno de los cuatro jefes militares arrestados en México en los últimos días por presuntos vínculos con el cartel de los hermanos Beltrán Leyva, una de las organizaciones de narcotráfico que el Ejército de ese país debe combatir frontalmente por orden del presidente Felipe Calderón, que en 2006 asumió el cargo y declaró una “guerra” al crimen organizado. Además de suponer un severo revés para la imagen de la fuerza castrense mexicana, que ya enfrentaba graves denuncias de violaciones a los derechos humanos en el marco de su nueva lucha, esas detenciones abrieron nuevos cuestionamientos a la estrategia de involucrar a los militares en una tarea que en circunstancias normales realiza la Policía.

    Pese a esos riesgos de abusos y corrupción militar, cada vez más gobiernos de América Latina recurren a la ayuda de sus ejércitos para intentar contener problemas domésticos de narcotráfico, criminalidad y violencia que para muchos suponen verdaderas amenazas a la seguridad nacional. Esa estrategia se persigue hoy en Guatemala y Ecuador, Honduras y Bolivia, y hasta cierto grado también en Brasil, lo que contrasta como el día y la noche con los esfuerzos iniciados hace tres décadas en el subcontinente para acabar con la injerencia de los militares en asuntos del poder civil.

    “Estamos revirtiendo una tendencia que se vio, especialmente en el Cono Sur pero a lo largo y ancho de América Latina, de mandar a las Fuerzas Armadas a los cuarteles y encargarlos de la protección de la soberanía nacional y las fronteras”, dijo Bruce Bagley, director del departamento de estudios internacionales en la Universidad de Miami y especialista en temas de narcotráfico y seguridad en América Latina.

    Bagley descartó que eso implique en este momento riesgos de golpes de Estado en la región como en el pasado, pero sí sostuvo que puede suponer que las Fuerzas Armadas regresen a la primera fila de asuntos de gobierno, incrementen la dependencia de los civiles hacia ellas y aumenten sus niveles de autonomía y presupuesto. No obstante, estimó que varios gobiernos de la región hoy se ven obligados a jugar esa carta ante el deterioro de la seguridad y la inoperancia de sus policías. “Aunque sea una mala idea la vuelta de los militares al poder en cierta medida, no hay alternativa”, dijo Bagley en diálogo con Búsqueda.

    A las calles

    El gobierno de Calderón ha desplegado más de 50.000 soldados en todo el país, pero está lejos de ser el primero o el último en Latinoamérica que apela a los militares para combatir el tráfico ilícito de drogas y la delincuencia. Antes lo habían hecho países como Colombia y Perú, con el respaldo de Estados Unidos, en procura de disminuir sus producciones locales de cocaína.

    Y después de México la lista siguió creciendo. El gobierno de Bolivia envió en marzo a 2.300 soldados a patrullar día y noche las cuatro mayores ciudades del país ante un aumento de la criminalidad. Algo similar ocurre también en Ecuador, donde el gobierno de Rafael Correa anunció además el mes pasado un plan para cambiar la formación de los militares e involucrarlos en la “protección” de los ciudadanos. “Un país pobre no puede darse el lujo de tener unas Fuerzas Armadas solo para el caso de una guerra convencional”, justificó. Esta semana, el jefe de Estado guatemalteco, el general retirado Otto Pérez Molina, informó que sacaría a las calles equipos mixtos de soldados y policías ante la crisis de inseguridad y violencia que vive el país, que según las Naciones Unidas cuesta cerca de 20 vidas diarias.

    La tendencia también alcanza a países del Mercosur. En Brasil, los militares han sido movilizados recientemente para apoyar a la Policía en operaciones de toma de control de algunas favelas de Rio de Janeiro dominadas por narcotraficantes y más de 8.500 soldados fueron desplegados este mes en la región amazónica para combatir el contrabando de drogas y la minería ilegal, aunque este último caso guarda más relación con la misión convencional de las Fuerzas Armadas de proteger fronteras. En Argentina, la Gendarmería Nacional, que se autodefine como de “naturaleza militar”, cumple tareas de seguridad interior. Y en Uruguay el gobierno manifestó recientemente su intención de poner militares a custodiar cárceles, mientras el Partido Nacional anunció un proyecto de ley para involucrarlos en el combate al tráfico ilícito de drogas.

    Este tipo de movimientos se han hecho bajo diversos cuestionamientos. Jorge Castañeda, exsecretario mexicano de Relaciones Exteriores y profesor de estudios latinoamericanos en la Universidad de Nueva York, advirtió en su momento sobre “el peligro de que incurramos nuevamente en violaciones a los derechos humanos, no por mala intención del Ejército sino porque se le está colocando en tareas que no sabe realizar”. En Ecuador, oficiales militares han transmitido en forma anónima a la prensa que existe “resistencia” a asumir tareas policiales ajenas a su doctrina y preparación. El político opositor ecuatoriano Francisco Huerta sostuvo en declaraciones citadas por la agencia de noticias EFE que las Fuerzas Armadas “podrían estarse convirtiendo en la fuerza de represión del gobierno para sus afanes totalitarios”.

    Bagley coincidió con que los militares de la región carecen de entrenamiento para actuar como policías o proteger a los ciudadanos porque “su misión es matar”, por lo que existen riesgos y casos concretos de abusos cuando se les asignan esas tareas. Pero descartó que apostar solo a la Policía en las circunstancias actuales sea una solución para diversos países. “La razón por la cual mandan a los militares a las calles, o a la primera trinchera de la guerra contra las drogas, es porque las fuerzas policiales no funcionan: son corruptas, no son profesionales ni están bien dotadas, están abrumadas por el narcotráfico y la plata. Y las instituciones políticas, de México a Centroamérica a varios países de la región andina o aún en Brasil, simplemente no pueden encarar la amenaza bien”, dijo. “El dilema es que al no invertir (…) en la Policía, la única alternativa es el Ejército. Y entre más se usa el Ejército, más corrupción, más rompimiento del comando de control”.

    “Situación peligrosa”

    Los peligros del empleo de los militares en el combate al narcotráfico han quedado expuestos con claridad en México, con las detenciones de tres generales y un teniente coronel por sospechas de la Procuraduría General de la República de que colaboraban con el cartel de los Beltrán Leyva. Las acusaciones en su contra, que están siendo investigadas, provienen de testigos protegidos e incluso de otros militares de menor rango que han sido procesados por motivos similares. El presidente Calderón reaccionó a la noticia defendiendo su estrategia, afirmando que “sin el Ejército probablemente el país hubiera caído ya en manos de criminales”, y deslindando responsabilidad de esa institución en los hechos investigados. Sin embargo, el golpe es severo si se considera por ejemplo que uno de los generales arrestados, Tomás Ángeles Dauahare, llegó a ocupar el cargo de subsecretario de Defensa Nacional entre 2006 y 2008, antes de pasar a retiro.

    En plena campaña electoral mexicana, el asunto de inmediato adquirió ribetes políticos, sobre todo después de que se supiera que Dauahare había participado unos días antes de su detención en un acto junto a Enrique Peña Nieto, candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que aparece como favorito en las encuestas.

    Sin embargo, esta tampoco es la primera denuncia de gravedad que enfrentan los militares mexicanos desde que fueron llamados a combatir al crimen organizado. La organización Human Rights Watch señaló en noviembre a las Fuerzas Armadas de ese país como responsables de 24 ejecuciones extrajudiciales, 39 desapariciones forzadas y 170 casos de torturas, a menudo con impunidad. A pesar de haber ganado poder, recursos y mejoras salariales importantes, el Ejército mexicano necesita aún reformas profundas para mejorar su eficacia, según especialistas que creen que actúa sin una estrategia bien definida contra el narco.

    Geraldo Cavagnari, un coronel retirado brasileño y fundador del núcleo de estudios estratégicos de la Universidad de Campinas (Unicamp, en el estado de São Paulo), opinó que en México los militares “han asumido efectivamente la función de la Policía” desde hace casi seis años. Pero sostuvo que, a diferencia de lo que ocurre allí, la participación de las Fuerzas Armadas en el combate al crimen organizado debe ser por un plazo corto y con objetivos bien definidos para minimizar sus riesgos. “Es una situación peligrosa y no es un enemigo que se destruye de inmediato, entonces tiene que pensarse bien cómo se van a emplear a las Fuerzas Armadas”, dijo Cavagnari a Búsqueda.

    Una pregunta clave es cuán factible es devolver a los cuarteles a los militares una vez que fueron movilizados para dar batalla al narcotráfico o la delincuencia, cuya derrota suele ser difícil de declarar. “En teoría es posible; en la práctica no ha sido posible. Depende de la capacidad de las instituciones políticas civiles de entrenar una Policía profesional, invertir los recursos, reclutar bien y monitorear a la Policía”, dijo Bagley. Pero explicó que ese esfuerzo insume al menos una década y a veces una generación, y hasta ahora “ningún país de la región” ha logrado semejante objetivo.