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    Por el callejón de los sueños rotos

    Cuando vine a vivir a este barrio me dijeron: “Estás loca”. La Ciudad Vieja estaba casi deshabitada, unos pocos reciclajes se erigían entre las ruinas, y entre los escombros tugurizados dormían algunos seres humanos en pésimas condiciones de vida. Varios niños se acurrucaban en los zaguanes.

    El corazón se me quebraba a cada paso, por la pobreza que allí veía, en mi propio barrio, por la belleza patrimonial que veía desmoronarse, por la mugre que se acumulaba en las esquinas. Pero poco a poco empecé a amar este lugar, del cual ya no me fui jamás.

    Cuando todo el mundo me dice que la Ciudad Vieja ha mejorado mucho percibo que la gente me habla con ojos de turista. No viven aquí. Vienen a alguna fiesta electrónica en el Centro Cultural de España, a alguna conferencia, pasean el Día del Patrimonio e incluso pueden degustar delicatessen en barcitos que cierran cuando la luz baja.

    Como todas las ciudades con casco histórico, muy lentamente, la perezosa ciudad de Montevideo descubrió que tiene un filón en estas calles para hacer dinero.

    Muchas viviendas fueron compradas por inversores extranjeros, otras fueron convertidas en locales u oficinas.

    Me alivia con enorme intensidad que los niñitos ya no estén abandonados por aquí. Hay refugios del Mides. Están limpitos y comen. No sé qué fue de aquellos nenitos que veía hace 20 años en mi calle. Solo anhelo que no estén en el Comcar. Que estén vivos.

    Pero quien vive aquí sabe que hay un núcleo duro del Uruguay que es inamovible. ¿De dónde viene la imposibilidad uruguaya de cambio?

    Un ejemplo notable lo tengo a la vuelta de mi casa. Es un callejón que se mete adentro de una manzana, a pocos metros del Sodre. Desde que vivo aquí cruzo a la vereda de enfrente cuando paso para no oler los vahos pestilentes que de allí emanan. Es un callejón sórdido, un baño público ancestral, tierra de nadie y de pillaje, los turistas alelados a veces se detienen sin atreverse a usar sus cámaras y detener la imagen profunda de la miseria latinoamericana.

    Al fondo del callejón, vive alguien, itinerante. Un ser humano sin techo, entre basura, cartones y excrementos.

    Un amigo mío tiene su casa en un bello y antiguo edificio cuya parte trasera (las ventanas de su dormitorio), dan, ¡paradójicamente! a ese callejón.

    Me reenvía una carta pública que está mandando a la prensa porque dicho callejón lo tiene literalmente enfermo. Así me entero de algo más. Cito: “En ese callejón se trafica droga, se cometen actos sexuales y se deposita el botín que los rapiñeros de la zona obtienen de los asaltos a los turistas”.

    Él lo ve desde su ventana, lo denuncia al alcalde, saca fotos, pero no de viajero, sino de ciudadano indignado. Está en pie de guerra contra la impunidad.

    Cuánta muerte late en ese callejón.

    Una alarma suena toda la noche en algún local y mi amigo no duerme y pierde el pelo. Las denuncias colectivas se desvanecen.

    El callejón es real, no una pesadilla.

    Del sueño de cambiar mi pequeño mundo queda muy poco.