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    Puesta con brillos varios

    El Teatro Solís inició su temporada de ópera en la noche del viernes 19 con Don Pasquale, ópera bufa de Gaetano Donizetti (1797-1848). Escrita en 1842 y estrenada un año después, es una de las últimas entre las más de 70 que escribió el compositor. Junto con la otra ópera bufa L’elisir d’amore, de 1832, y con la dramática Lucía de Lamermoor, de 1835, Don Pasquale forma el terceto de óperas de Donizetti de enorme éxito en el repertorio internacional.

    Inspirada en los personajes de la comedia del arte, la acción transcurre en la Roma de comienzos del siglo XIX. Don Pasquale es un viejo millonario y solterón que quiere casar a su sobrino Ernesto con una dama rica y noble. Este se niega porque está enamorado de Norina, una viuda joven y humilde. Pasquale indignado quiere impedir esta unión y amenaza entonces a su sobrino con desheredarlo, para lo cual deberá casarse él (Pasquale) y hacer testamento a favor de su nueva esposa. Para ejecutar su plan pide auxilio a Malatesta, su médico y consejero. Este, que es amigo de Ernesto, simula que ayuda a Pasquale pero en realidad juega a favor de Ernesto. Le ofrece a Pasquale como esposa a su hermana Sofronia, que en realidad no existe, y hace pasarse por Sofronia a Norina disfrazada. El plan hace que al comienzo Sofronia sea una candidata sumisa y obediente, pero una vez desposada por el viejo se transforme en una esposa insoportable, despótica y derrochona del dinero. Desesperado y al enterarse de que la única forma de sacarse de encima a esta mujer es permitir que Norina entre en la familia casándose con su sobrino, Pasquale consiente la boda y todo el mundo contento.

    La puesta montada en el Solís es una producción original de Buenos Aires Lírica, 2015, con dirección de escena del brasileño Andrés Heller-Lopes, quien ya dirigiera en Montevideo Macbeth de Verdi en 2013 y Ariadna en Naxos de Ricardo Strauss en 2014. Heller-Lopes confirma una vez más su buena mano como director de escena. Maneja con enorme soltura los desplazamientos del coro y consigue de los protagonistas un razonable compromiso actoral que obviamente varía en función de los talentos individuales. Inyecta dosis de frescura como en el último acto la imagen en el telón de fondo del cuarto menguante de la luna, con velitas y el número 160, en obvia alusión al aniversario del Teatro Solís. Y también toques de humor cuando en el primer acto inserta en las líneas de Malatesta un par de estrofas del tango El día que me quieras o cuando en el último acto hace lo mismo con Ernesto, haciéndole cantar equivocadamente una brevísima línea de La Traviata. Otro acierto escénico —y acústico— fue mandar al coro a cantar en los palcos bajos de los dos costados de la sala durante la serenata de Ernesto y su dúo con Norina del acto final.

    Ingeniosa la planta escenográfica de la argentina Daniela Taiana con un escenario giratorio central elevado y a los costados las calles de entrada y salida bordeadas por casas y faroles. Muy bueno el diseño de vestuario de época de la argentina Sofía Di Nunzio, con gran estilo en la combinación de colores. Un hallazgo de ingenio la mancha colorida en el vestido negro de Sofronia, cuando esta después del casamiento muda de carácter y pasa de la sumisión a la dominación de su esposo. El diseño de luces del argentino Gonzalo Córdova es de excelencia y sugestión permanente y contribuye siempre al realce de la escenografía, del vestuario y de la acción.

    Fernando Barabino en el rol central de Don Pasquale no tiene en la actualidad el caudal de voz necesario para afrontar este papel. Tengo el mayor respeto por la carrera de este barítono compatriota con más de 50 años de trayectoria, pero entiendo que es un desacierto de los responsables municipales de la temporada lírica haberlo convocado para este compromiso. A Barabino le sobra presencia escénica y técnica vocal; su Don Pasquale es acertado y a veces desopilante en expresión teatral, pero su canto es casi siempre inaudible cuando convive con la orquesta o en tríos o cuartetos con los otros protagonistas. Y si estamos hablando de ópera, la escena es muy importante pero el canto es lo principal.

    La soprano chilena Patricia Cifuentes (Norina/Sofrina) y el tenor italiano Francesco Marsiglia (Ernesto) mostraron voces trabajadas con timbres agradables. Cifuentes hizo gala de agudos y sobreagudos con enorme soltura y cantó estupendamente su comprometida aria del primer acto (Quel guardo il cavaliere / So anch’io la virtú mágica). Escénicamente a su Norina le faltó algo más de brío y de subrayado en el contraste con Sofrina. Marsiglia mostró una línea de canto sin problemas. Algo tieso en lo escénico, sorteó con buen gusto su aria Cercheró lontana terra en el segundo acto y la serenata (Com’e gentil) y el inmediato dúo con Norina (Tornami a dir che m’ami) del tercero.

    El barítono compatriota Darío Solari (Malatesta) fue el personaje más completo del cuarteto. Vocalmente redondo, con un caudal generoso y escénicamente muy suelto, supo redondear con claridad la hipocresía y el doble juego de su personaje. Muy atento y gracioso en las contraescenas, rindió a muy buena altura en los dúos: en el primer acto con Norina (Pronta io son / Vado, corro), en el segundo con Ernesto (E rimasto la, impietrato) y en el último con Pasquale (Chetti,chetti / Aspetta, aspetta).

    Una mención especial para la excelencia del coro preparado por Ignacio Pilone, en su sobresaliente desempeño del tercer acto. En el foso y al frente de la Filarmónica, Martín Jorge consigue una vez más una respuesta efusiva con enorme prolijidad en todos sus sectores, así como en la concertación con los cantantes.