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    Qué bello es vivir

    Jaime Costa (1942-2014)

    Teclear esta nota me produce mareo, un mareo de brasas que se mueven dentro de un pequeño barco en alta mar. Jaime ocupando el lugar de sus ídolos cinematográficos con una cabeza de página. Jaime en lugar de la reseña de la última película de Clint Eastwood. Jaime en un colgado con su fecha de nacimiento y muerte. Jaime con su propio obituario antes que Kirk Douglas, aquella nota que quedó pendiente y que sólo él podía hacer.

    —Jaime, en cualquier momento se nos muere el viejo y peor si es un miércoles y la nota...

    —Tranquilo, la tengo acá —y se tocaba la cabeza con el dedo índice derecho, como Tom Hulce en “Amadeus”, cuando le decía al cretino de Salieri que allí residía la música y que sólo era cuestión de sacarla y plasmarla en un pentagrama, así de sencillo.

    Profesión complicada la de crítico de cine. El año pasado murió Ronald Melzer; este año, el domingo 6, Jaime Costa. Ambos habían fundado el primer videoclub cinéfilo del Uruguay. Trabajé con ellos. Discutí con ellos y también alabamos a los mismos titanes del cine. Presencié sus peleas. Eran como Walter Matthau y Jack Lemmon. Había veces en que Ronnie ya subía la escalera del videoclub molesto, con pasitos apurados, cargado de bolsas, cajas y carpetas.

    —¿Y el catálogo? ¿Y las películas nuevas? ¿Llamaste al técnico para que limpie los cabezales del reproductor? —ese era Ronnie, el ansioso, el juez de fútbol, el contador, el crítico de cine, el actor de comedia física.

    Jaime, en cambio, no se inmutaba. Seguía sentado frente a su computadora, la mirada clavada en la pantalla, la boca cerrada con cierto gesto despectivo y la voz grave, ligeramente impostada, para responderle. Es el actor de la comedia de guión:

    —Estás nervioso, Ronnie. ¿Por qué no te calmás un poco?

    La presencia de Jaime siempre estuvo marcada por una postura y una voz que se anticipaban a él mismo. Cuando esa postura y esa voz se inclinaban hacia la neurosis, Jaime era irascible, gritón, insoportable. Cuando la postura era conquistada por una sonrisa y un gesto de cariño, Jaime era el tipo más cálido del mundo. Y, por supuesto, el que más sabía de cine o, en otras palabras, el crítico más preciso.

    Muchas veces se toman la memoria, la capacidad comparativa y valorativa y la exactitud como condiciones esenciales para el ejercicio de la crítica cinematográfica. Jaime había visto más cine que nadie. Como dijo su hijo Rafael: no tuvo una vida de película, pero las vio todas. Esta ecuación es todavía más difícil: escribir de forma impecable (no había que tocarle una sola coma, aunque a veces se pasaba de rosca contando demasiado), tener el dato exacto, lograr la comparación justa y además hacerlo con sensibilidad y auténtico amor por el cine.

    Nada del séptimo arte le fue ajeno, desde aquellas mágicas matinées de escándalo y pubertad eufórica hasta las salas de arte y ensayo. Estuvo vinculado a Cinemateca y a Cine Universitario, pero no sólo desde los escritorios: también conocía las cabinas, los proyectores y los lentes. “¡Pero qué burro el operador, tiene que usar el anamórfico!”, le escuché decir varias veces cuando en la pantalla aparecían esas figuras alargadas como extraterrestres.

    Además de cronista y presidente de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay, Jaime era corrector, y un corrector implacable. Cuántas películas hay con el pedorro aderezo de “implacable”: “Venganza implacable”, “Persecución implacable”, “Carter, asesino implacable”. Pero ahora estamos hablando del “corrector implacable”. Es que sencillamente le molestaban los errores, le rompían los ojos. Y esa molestia, que en la caracterología no es un síntoma de simpatía, para el periodismo que se precie de ser riguroso es absolutamente vital. Un corrector no tiene que ir más lejos de lo que indica el buen empleo del idioma español, la claridad en la escritura y la correcta sintaxis. Jaime era corrector-editor. Sin ser un voraz lector, tenía grandes conocimientos de historia y geografía. Y de Montevideo, de las calles, los edificios, los modismos y las costumbres. Que levante la mano aquel a quien J.E.C. no haya corregido no una sino varias veces. Ningún periodista es capaz de levantarla, lo aseguro.

    Había puesto el listón muy alto para juzgar a la humanidad y a sí mismo. No tenía cintura para desenvolverse en situaciones que comprometieran su paciencia, es cierto. Era el ogro del mostrador del videoclub.

    —¿Qué película divertida me recomendás? —dice el tilingo adolescente y no pocas veces el tilingo señor maduro e incluso el señor mayor.

    —No sé qué es divertido para vos —contesta Jaime. Es una respuesta antipática, pero también absolutamente certera. Hay mucha idiotez en la vuelta.

    Sabemos que amaba las comedias musicales. Sabemos que algunas películas de Gene Kelly las vio decenas de veces. Sabemos que “Cantando en la lluvia” se la conocía de memoria, toma a toma, diálogo a diálogo. Jaime cantaba siempre. Llegaba al comedor del semanario cantando por lo bajo; comía cantando sin que apenas se le notase. Una especie de murmullo a favor de la vida. Claro que sí, era fanático de Frank Capra y en especial de “¡Qué bello es vivir!”.

    En su sepelio el lunes 7 en el Parque Martinelli, sus hijos le cantaron “Singing in the Rain”. Fue una espléndida mañana soleada. En cambio el domingo 6, cuando Jaime murió con 71 años, hizo frío, hubo viento y lluvia. Para el deceso, un cielo plomizo, nórdico, bergmaniano. Para el entierro, un rozagante pasto verde recién pintado y mucho sol, como se ve en los cementerios de las películas norteamericanas. Jaime: es imposible no asociarte con el cine. Es más: yo hubiese tirado unos tiros al aire y hubiese imitado a Richard Widmark en “El rata” (“C’mon, everybody in town knows where I live”), sé que te hubiese gustado. Pero no estaba armado y además esa imitación era exclusivamente tuya.

    Sabemos que prefería el cine de William Wyler o el de Alfred Hitchcock antes que el de Angelopoulos o el de Tarkovski. Pero no voy a hablar de sus gustos; para eso lean su estupendo libro “El cine tal cual era: recuerdos desde la butaca” (Fin de Siglo, 2008).

    Desde su infancia llevaba un cuaderno de notas con todas las películas que veía, que luego fue perfeccionando por crónicas en “El Día”, “Últimas noticias”, “El Observador”, “El País Cultural” y Búsqueda. No paraba de ver películas y de escribir sobre ellas. Su mejor momento del día: cuando recibía un paquete de Amazon. En sus ratos libres, cuando no había páginas para corregir, anotaba listas con la única ayuda de su memoria. Elijan: ¿Gary Cooper, James Cagney, Carole Lombard? Anotaba desde la primera hasta la última película con esos actores, el título de estreno en nuestro país (registrado en el sitio web “Cinestrenos desde 1929”, que mantenía con tanto celo), el original en inglés y la fecha de producción.

    Un día de verano, a la hora de la siesta en Valizas, se me dio por reclamar los servicios de Jaime. Le mandé un mensaje de texto:

    —Che, ¿cómo era el título en sueco de “Noches de circo” de Bergman?

    A los veinte segundos sonó el pitido del celular:

    —Gycklarnas afton.

    Ese celular que tenía en mis favoritos a Jaime Costa y que para evitar el dolor de ver su nombre tendré que borrar, porque no hay otro modo de operar en este mundo digital, de tecnología y pérdida.

    Miro su Facebook y veo viejas fotos familiares en su querida Melo. También fotos de su recientes vacaciones con sus hijos y nietos. Y fotos de Jaime con Debbie Reynolds en Nueva York. Recuerdo que hace poco me contó orgulloso que había cuidado a su nieto Teo y habían compartido en su casa “La guerra de los mundos”, de Steven Spielberg. El abuelo transmitiendo el amor por las imágenes al nieto, que nunca las olvidará.

    Miro la puerta de entrada a la redacción, la del fondo, por donde él entraba. Camino por el corredor donde él tenía su escritorio y apenas me atrevo a girar la cabeza. Salgo al balcón a fumar y veo la esquina de Mercedes y Rondeau, donde está la frutería y donde era común que apareciese Jaime con la comida de López y Bouza. Todavía lo veo. Todavía escucho su voz.

    —Che, viste que además de la película de Eastwood hay otros estrenos...

    Hoy esta página de cine es solo para vos, Jaime.