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Nada se compara al poder del cine cuando uno es niño. Lo que ves a una temprana edad siempre es cosa seria, te queda reverberando mucho tiempo, no sabés cómo digerirlo. Cuando uno es niño, las imágenes tienen una impronta emocional que te avasalla. Después, pasa tanta agua bajo el puente que uno puede detectar significados, ideas y conceptos, planos así y asá, movimientos de cámara, actuaciones, principios estilísticos y estéticos, muy placenteros pero siempre desde un punto de vista racional. Emocionarte hasta el miedo con las imágenes es una sensación primigenia, ancestral. De todos modos, aunque esa fuerza esté apenas latente, sigue siendo la base del cine. Al fin y al cabo, se trata de oscuridad en la sala, luz que se proyecta sobre una pantalla blanca e historias y afectos que se desatan.
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Vuelvo a cuando era virgen. Recuerdo haber visto un policial en blanco y negro, nunca lo pude ubicar y creo que no vale la pena hacerlo —para que conserve esa vibración y no se desmorone la emoción— en el que una mujer era estrangulada en un tren y cuando descubrían el cadáver, tenía los ojos abiertos. El asesino era un tipo de traje, pelado, que podría ser un señor cualquiera. Pero lo que me había causado una profunda impresión eran esos ojos abiertos de la muerta. Por algo a los muertos les cierran los ojos.
Otro tanto me pasó con Ataque (1956), de Robert Aldrich, ambientada en la II Guerra Mundial y también en blanco y negro. En cierto momento, un tanque alemán le aplastaba el brazo a Jack Palance. Recuerdo que me pareció una secuencia terrible, de una larguísima agonía, eterna. Hace unos días volví a ver la película: la escena es breve, Palance está sobreactuado, es una serie B clavada. Lo que ya no está y yo lo había sentido como real, es cómo un tanque te aplasta un brazo.