Quisiera no ser feminista

Quisiera no ser feminista

La columna de Lucila Arboleya

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Nº 2218 - 23 al 29 de Marzo de 2023

Me encantaría no tener que estar constantemente contando la ausencia, o la magra participación, de mujeres como panelistas en conferencias académicas o corporativas. No tener que notar su ausencia en las fotos de reuniones entre políticos. No me gusta ser la “pesada” que está todo el día con la calculadora. A ninguna le gusta. Pero si no lo hacemos nosotras, ¿quiénes? Hay desigualdades que rompen los ojos y por eso hay que seguir hablando de feminismo.

Las mujeres siguen haciendo la mayoría del trabajo no remunerado. Hacen tres horas más de trabajo doméstico y de cuidado (no pago) por día que los hombres en América Latina y el Caribe. En Uruguay las mujeres dedican más del doble de horas al trabajo no remunerado. Horas que por tanto no pueden dedicar a un trabajo pago, a ocio o simplemente a dormir.

Siguen siendo amplia minoría en los altos puestos de poder político y empresarial. Siguen ganando menos y siguen pagando el costo profesional de tener hijos. La evidencia muestra que la trayectoria laboral (y el salario) de las mujeres que tienen hijos se desacopla de la de los hombres, e incluso de las mujeres sin hijos, luego del parto. Las mujeres son quienes están más tiempo de licencia por paternidad (si no las únicas) y luego, justamente, porque son las que más se ocupan del cuidado, tienen menos tiempo de quedarse hasta tarde, hacer horas extra o incluso deben salir antes. Lo que deviene en menos chances de tener un ascenso, menos chances de que la empresa invierta en ellas, etc.

Y la violencia. Alrededor de 20 mujeres son asesinadas al año en Uruguay por violencia de género, de acuerdo al gobierno, o 30 según organizaciones de la sociedad civil. En la mayoría de los casos el agresor era su pareja o expareja. Ni narcos, ni ajuste de cuentas ni una bala perdida, muchas veces, su compañero de cama. Hay más de 30.000 denuncias por violencia doméstica al año.

Mientras, las niñas siguen recibiendo cocinas y muñecas y los niños tractores y pelotas de fútbol, retroalimentando estereotipos arcaicos que no ayudan ni a niñas ni a niños.

Y todos los problemas son peores entre las mujeres pobres, quienes menos voces tienen. En algunos países la poligamia es legal (el hombre puede tener varias esposas, no la mujer), las mujeres deben tener una aprobación firmada de su esposo para viajar y es muy difícil para las mujeres tener activos a su nombre, ni que hablar de independencia económica.

También hay otras cuestiones más pequeñas, de todos los días, en todas las órbitas, en especial, la laboral. En mi segundo trabajo mi entonces jefe (hombre), que me duplicaba en edad, dijo un día en medio de un almuerzo de trabajo con otros tres colegas hombres que a él le gustaban las mujeres “cuyas tetas podía agarrar con una mano” (y gestualizó). Todos rieron, yo también. Luego me di cuenta de que 1) ese comentario (que no fue una excepción) estaba totalmente fuera de lugar y 2) que a mis amigos hombres ninguna jefa mujer les comentaba qué tamaño del pene les gustaba.

Siendo asistente académica, también muy joven, después de hacerle una entrevista a un reconocido economista (hombre, también mayor), me envió un mensaje por Facebook que decía “qué lindas fotos” (nota al pie: no éramos amigos de Facebook). Yo creí que había estado a la altura de mi trabajo, pero en lugar de eso su comentario me hizo dudar de mis aptitudes como economista, la única razón por la que había ido a verlo. A mis colegas hombres, por suerte, no les pasa esto, no de manera sistemática.

Y no es solo en Uruguay. En un trabajo en el extranjero saber y jugar al fútbol (un deporte seguido en su mayoría por hombres) era muy importante para que el jefe que definía las promociones “te recuerde”. Sin embargo, nada de nuestro trabajo tenía que ver con el fútbol.

Pese a todo, en algunos ámbitos hacer notar estas diferencias, hablar de feminismo o declararse feminista es mala palabra. En Uruguay, por ejemplo, implica tener que estar una hora explicando qué pienso de un par de personas que vandalizaron una iglesia en una marcha un 8 de marzo hace unos años (en referencia a los ataques con pintura a la iglesia del Cordón en una marcha feminista en 2018), en lugar de hablar de lo estructural, de lo profundo, de las desigualdades que sí existen, que todos —consciente o inconscientemente— aceptamos a diario. ¿No nos gustaría a los padres que nuestras hijas no sufran acoso en la calle? ¿No nos gustaría que su jefe las trate con respeto y las promocione en iguales condiciones? ¿No nos gustaría que si ellas tienen hijos que no carguen con ese costo profesional? ¿No nos gustaría que nuestros hijos hombres también se ocupen de nosotros cuando viejos?

¿No estamos de acuerdo la mayoría en eso?

Mayor igualdad. Mismo trato.

¿Por qué entonces tanta reticencia?

Claro que ha habido avances. Hay más mujeres en la fuerza laboral, en puestos altos, en política que hace varias décadas. Pero las mujeres todavía son minoría y, en algunos sectores, todavía la excepción. También ahora podemos usar pantalones (parece ridículo que hasta hace unas décadas no “podíamos”) y votamos. Claro que Uruguay está mejor que la media global, en especial, si se compara con algunas regiones, pero conformarnos con eso no me basta.

Quisiera no ser feminista porque implicaría que finalmente hemos avanzado y las desigualdades han desaparecido. Quisiera no tener que ser feminista, pero mientras tanto lo sigo siendo.