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    Río de la Plata: lo que nos une, lo que nos separa

    Nº 2215 - 2 al 8 de Marzo de 2023

    Hemos escuchado decenas, centenas, miles de veces el lugar común de que el Río de la Plata une Uruguay con Argentina. Es un doble lugar común, porque, primero, además del Río de la Plata, la frontera incluye al río Uruguay e inclusive al mar, al océano Atlántico en la línea imaginaria que va de Punta del Este a San Clemente del Tuyú, es decir, a la desembocadura del Plata. Pero más interesante es detenerse en la segunda parte del lugar común, la pregunta acerca de que el río une a los dos países. ¿Es así?

    La respuesta a esta pregunta incluye cuestiones geopolíticas y económicas, turísticas y culturales, históricas y territoriales. Permítanme volver un segundo sobre un libro cuyo tema es muy distante al que estamos tratando hoy, que mencioné en este mismo espacio hace algunos meses, en otro contexto. Libro distante temáticamente del asunto de esta nota, pero que expresa una metáfora que nos es muy útil para pensar esta cuestión. Se trata de Un trait d’union, del filósofo francés Jean-François Lyotard. Inédito en castellano, su traducción sería “Sobre un guion”, pero no un guion de cine o algo así, sino como signo ortográfico entre dos palabras. En su caso, lo “judéo-chrétien” (que en francés se escribe con un guion, mientras que en castellano va todo junto, “lo judeocristiano”). Un guion, dice Lyotard, “es aquello que al mismo tiempo que une también separa, a la vez que acerca, también aleja. Y ambas cosas ocurren a la vez”. Tomada esa metáfora, el Río de la Plata sería como un inmenso guion entre Uruguay y Argentina. Lejos del lugar común, el río nos acerca, pero también nos distancia, nos une, pero también nos desune. Al realizar dos acciones opuestas de manera coherente (unir/desunir) entramos entonces en el reino de la paradoja. El Río de la Plata, entonces, como la gran paradoja fluvial que marca las identidades culturales de ambas orillas.

    Tal vez la primera paradoja sea cómo se vive el río de ambos lados. El estuario no fue generoso con Argentina. Más allá de que los porteños y bonaerenses se las ingeniaron para contaminarlo en extremo, aun antes de esa aberración, Buenos Aires nunca tuvo las playas hermosas ni las vistas ni amplitud que tiene el río en su cara montevideana. Mientras que en Uruguay al río se lo usa, se lo disfruta, se juega en él y se vive cerca de él casi como cerca del mar, Buenos Aires es una ciudad que le da la espalda al río, que casi no se ve desde ninguna parte, solo desde altas torres de gran poder adquisitivo. Para ver el río hay que vivir en uno de esos edificios, es decir, hay que ser rico o casi (ahora permítanme otra digresión: la foto que tengo en mi escritorio de mis abuelos maternos, José y Haydée, en el río, en las playitas feúchas de Quilmes, a unos 20 kilómetros al sur de Buenos Aires, cuando el Río de la Plata era asunto de las clases populares argentinas, antes de ser privatizado de hecho). En Buenos Aires el río es ante todo una vista privilegiada para unos pocos y, en especial, una boca, una entrada (o salida), es decir, un puerto. El de porteño es un gentilicio que mucho nos dice qué fue (y sigue siendo) el río en su lado occidental: asunto de exportaciones y embarcaciones, de contrabandos y negocios, de comercio y saldos de utilidades. ¿Por qué “porteños” y no “playeños”? Pues porque del lado oeste no hay (o casi) playas de río, ni cultura ribereña, ni litoral amoroso, sino más bien aprovechamiento de los bienes y servicios que lleva y trae el río. Pero también, como el río es ante todo un puerto, una salida, incluso un escape, el lado oeste estuvo siempre más abierto al mundo: el río, como apertura, es profundamente cosmopolita. Pues así las cosas se vuelven más complejas, es decir, más interesantes: el Río de la Plata trae para los porteños el contrabando y la evasión impositiva, pero también el sentirse ciudadano del mundo; los negocios y las ganancias rápidas, pero también el amor por las lenguas extranjeras; el comercio, pero también la frivolidad de estar à la page; el mercado, pero también la ambición de Buenos Aires de convertirse en una gran capital cultural. Queda nuevamente claro: el Río de la Plata constituye nuestras identidades culturales como inmensas paradojas, como aquello que une y desune, todo al mismo tiempo.

    De hecho, del lado argentino —seguramente en otra oportunidad hablaremos de cómo ocurre del lado uruguayo— la relación con el Plata es ambigua, cuando no conflictiva. Veamos algunos casos de cómo se da en la literatura argentina esa dimensión. Comencemos entonces por Borges, como no podía ser de otra manera. Fundación mítica de Buenos Aires, con certeza su poema más conocido, termina con una frase asertiva, igualmente muy conocida: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Pero, por supuesto, esa ciudad “eterna” a la que tanto ama, como bien indica el título, antes fue fundada (aunque sea de manera “mítica”). ¿De dónde viene esa fundación? La respuesta se encuentra de entrada en las primeras dos líneas del primer párrafo. Viene del Río de la Plata: “¿Y fue por este río de sueñera y de barro / que las proas vinieron a fundarme la patria?”. ¿Qué es el Río de la Plata para Borges? Barro. Un río de barro. Buenos Aires fue fundada en el barro y el Río de la Plata es responsable. El segundo aspecto en el que repara Borges es en el ancho del río, su inmenso tamaño: “Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron / por un mar que tenía cinco lunas de anchura / y aún estaba poblado de sirenas y endriagos / y de piedras imanes que enloquecen la brújula”. Cinco lunas de anchura hacen enloquecer a la brújula. El ancho, la locura y el barro, he aquí lo que para Borges trae el río.

    El escritor Juan José Saer, uno de los más grandes narradores argentinos de los años 60 en adelante, encuentra una bella fórmula para llamar al Plata: “El río sin orillas”. Retoma entonces el tema borgeano de la extensión, pero le incluye una solapada caracterización geopolítica: si el río es sin orillas, entonces es infinito o, dicho de otro modo, del otro lado no hay nada. No hay Uruguay, o no hay Argentina (depende del lado en que se mire). El río guion de Saer separa más de lo que une. Y luego avanza, casi, con una broma: “Siguiendo el fragmento de Heráclito según el cual ‘no se entra dos veces en el mismo río’, aquí ‘nadie entra nunca en ningún río’”, en clara referencia a que el Río de la Plata, del lado porteño, no se usa (o incluso no sirve) para meterse, para bañase.

    Marín Kohan es uno de los escritores argentinos contemporáneos más relevantes, ganador del prestigioso premio Herralde. En su última novela, llamada Confesión, publicada precisamente por Anagrama, dedica también varios párrafos también a ironizar sobre los lugares comunes sobre el río, en especial los del progresismo, que se quejan, como lo hacía yo mismo líneas arribas, de que Buenos Aires le da la espalda al río: “Se dice que la ciudad le da la espalda al río. Lo bien que hace (…), el río es horrible. Es espeso y turbio, es monótono y chato. No transcurre ni ofrece nada; su oleaje, si sopla el viento, es remedo del auténtico, más bien una frustración de oleaje. Es peor que un río inmóvil, es un río que no sabe moverse (…), enchastre de barro y mugres diversas (…), el río es el incordio de la ciudad”.

    Pues ni noticias en la literatura argentina de que el río nos acerca a Uruguay. Como si eso fuera solo asunto de Buquebus, carcaza que de literaria no tiene un ápice. Una pena, por cierto.

    ¿Y del lado uruguayo? Ya casi sin espacio para avanzar, entre muchos ejemplos diversos y más matizados que los del lado argentino, pensemos en el gran pintor (pero también escritor, publicó muchos libros) Joaquín Torres García, en especial en obras clave como la serie que pinta en sus años montevideanos como Puerto y ciudad, de 1942 (contemporáneo absoluto de Borges), en el que, no casualmente, no aparece nunca el río. Ni el agua ni el río ni tampoco el cielo, y en cambio sí aparecen los edificios que tapan su vista. Muy lejos de la plácida vista de río mar en Piriápolis, de la que disfrutaba, y mucho, el genial Mario Levrero.

    * Escritor, editor, columnista del diario Perfil, sociólogo del Ecole de Haute Etudes de París y caballero de las artes de Francia.