En las interminables negociaciones que han crecido, languidecido y vuelto a crecer en torno a la crisis griega durante el último lustro, los elementos en juicio siempre han sido cuantificables, medibles y traducibles en euros.
En las interminables negociaciones que han crecido, languidecido y vuelto a crecer en torno a la crisis griega durante el último lustro, los elementos en juicio siempre han sido cuantificables, medibles y traducibles en euros.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáPero cuando Tsipras, jefe del gobierno griego, llamó repentinamente a un plebiscito sobre la propuesta (ya no existente) de la Unión Europea para acordar un tercer rescate, las negociaciones pasaron a una órbita abstracta, imposible de medir en plata.
Como subrayó Ángela Merkel, con varios líderes europeos haciendo de coro, el mayor obstáculo a un acuerdo con Grecia dependía, a partir de ese fatídico momento, de la falta de confianza que Europa sentía hacia Grecia, hacia su gobierno y hacia sus verdaderas intenciones.
Dicho en otras palabras: llegados a ese punto del camino, en Europa ya nadie les creía una palabra a los griegos.
La decisión de Tsipras de llamar a un plebiscito fue la gota que desbordó el vaso. Grecia, a través de sus gobiernos socialistas y conservadores, acumulaba una larga cadena de compromisos no cumplidos. El país había recibido miles de millones de euros bajo promesas de reformas que nunca fueron hechas.
La propuesta “final” (entre comillas, pues hablamos de una historia de nunca acabar) presentada por el Eurogrupo el 25 de junio, con ese carácter tan dramático de “la plata o la vida”, no incluía el tema de la confianza como algo fundamental. Se le exigía a Grecia una serie de medidas medianamente draconianas, pero se partía de la base de que las autoridades helenas pondrían en marcha una parte, por lo menos, de lo que declaraban aceptar hacer.
Sin embargo, el llamado de Tsipras al plebiscito cambió radicalmente las cosas. A partir de ese momento la dirección europea cortó por lo sano y marcó un límite infranqueable: “A los griegos ya no les creemos nada de lo que dicen”.
Esa toma de conciencia general hizo que Atenas perdiese su principal herramienta (las promesas y las declaraciones de buena fe) en sus contactos con los acreedores y se viese acorralada, desnudada, mostrando lo que era: el reino de la mentira.
De nada le valió a Tsipras el triunfo del “no” en el plebiscito. El nuevo acuerdo que tuvo que aceptar finalmente es varias veces peor al que se había negado tres semanas antes.
Una conclusión de este incidente realmente histórico tiene que ver con un elemento central, el cual separa al mundo mental griego —netamente atrasado— del mundo mental dominado por los países del norte europeo. Me refiero a la confianza.
Y es que la confianza —o, mejor dicho, el grado de confianza que reina en una determinada sociedad— refleja su grado de desarrollo. En una sociedad desarrollada, el grado de confianza existente es muy alto. En una sociedad subdesarrollada es muy bajo.
Pero la confianza no es una consecuencia del grado de desarrollo de una sociedad sino que, por el contrario, una de las mayores causas de su crecimiento.
Como se ha estudiado desde una pluralidad de ángulos, ninguna sociedad puede crecer si su gente no siente confianza hacia los demás. Y es que cuando en una sociedad existe confianza, todos ganan, pues el crecimiento de cada ciudadano contribuye al crecimiento colectivo.
Ahora bien, si yo desconfío de mi prójimo y sospecho que me va a engañar (ya sea porque se apropiará de mi idea empresarial o se quedará con mi parte de la ganancia si somos socios o aprovechará que miro para otra parte para sacar ventaja), entonces yo perderé la oportunidad de ganar algo y el resto de la sociedad también.
Si hay algo que aprendí durante los años que viví en el Río de la Plata es, justamente, que aquel mundo se caracteriza por una falta implacable de confianza.
No se confía en las declaraciones de las autoridades, no se confía en las intenciones de las diferentes instituciones, no se confía, tampoco, en las personas de carne y hueso con las cuales se convive, se comparte calle o puesto de trabajo o transporte colectivo. Por eso, todo el mundo vive en estado permanente de alerta.
En El tercer Uruguay, reflexioné sobre este tema, señalé la relación existente entre grado de confianza y crecimiento social y concluí que la falta de confianza colectiva refleja, en última instancia, la ausencia de un proyecto común, de una meta común.
Pertenecer a una misma nación implica compartir un proyecto de futuro. Los pueblos subdesarrollados no son naciones sino que simples acumulaciones de grupos que luchan entre sí y que están convencidos que el triunfo de uno pasa por la destrucción del otro.
“El pueblo” nunca podrá triunfar si “los enemigos del pueblo” (que tienen el mismo documento de identidad pues han nacido en el mismo país) no son derrotados.
Las sociedades atrasadas viven en constante estado de enfrentamiento civil. Su principal objetivo es aplastar al otro. La ecuación que impera es la que dice que si uno gana, el otro pierde. No hay una matemática que permita que todos ganen.
En un medio así, es imposible que haya confianza. Y si no hay confianza, no hay bonanza.