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    Situación de calle

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2083 - 6 al 12 de Agosto de 2020

    Pongámosle que se llama Carlitos, que vive en la esquina de mi casa, que cada noche acomoda sus petates bajo el techo voladizo de un negocio. Nosotros pasamos y lo vemos en el suelo tapado con sus trapos, los pies asomando de la cobija si esa noche hay cobija, la botella caída y vacía, unas bolsas desparramadas. A veces desviamos la vista, a veces se nos hace un nudo en la garganta. Sí, por unos instantes nos duele, y entonces queremos salir a luchar y a cambiar el mundo, nos acercamos y le hablamos, le damos algo de dinero o le compramos comida o le alcanzamos una frazada. Porque la compasión tiene eso, es un estallido de sentimiento que enceguece, enfervoriza; es candente como una llamarada, e igual de efímera. Partimos en dos nuestra capa y le entregamos la mitad al mendigo, como la leyenda de aquel santo. Después, con la consciencia ya aplacada, sacudimos la cabeza y encerramos esos pensamientos incómodos en el sótano de nuestra mente o en una caja de acero que tiramos al mar. Y nos olvidamos del asunto, al menos hasta que volvemos a enfocar la vista y el sentimiento, en esa u otra persona que duerme en la calle.

    Resulta que hoy en día hay muchos Carlitos, dicen que unos 2.500, y el invierno crudo y duro de Montevideo se transforma en un gigantesco dormitorio: los portales de los negocios cerrados, los zaguanes de las casas abandonadas, cualquier techito es un resguardo del frío y de la lluvia donde pasar la noche. Y si no, un poco más de alcohol y unos cartones por encima.

    Antes Carlitos tenía que esperar a que cerraran las puertas de la tienda frente a donde acampa para tomar posesión del sitio, ahora ya no tiene ese problema porque el negocio, cerrado en marzo por la pandemia, no ha vuelto a abrir al público y tiene cartel de “se alquila”. Y así como son muchos los que duermen en la calle, se han multiplicado los lugares disponibles a ocupar por culpa de los cierres.

    ¿Cómo es Carlitos? Las cifras oficiales nos dicen que es hombre (9 de cada 10 personas sin hogar lo son), tiene una edad mediana imposible de determinar porque el deterioro desfigura más que los años (pero en promedio, tiene unos 39 años), fue a la escuela, pero no la terminó (el 47% tiene nivel educativo correspondiente a primaria incompleta), tal vez es afro (1 de cada 3 lo son), alguna vez fue huésped de la cárcel o del INAU o de una institución psiquiátrica. Muchos tienen enfermedades mentales, discapacidades, adicciones a las drogas o al alcohol. Un 83% declara algún tipo de consumo y 59% son consumidores problemáticos.

    La realidad nos dice que sería casi imposible encontrar un trabajo para Carlitos: carece de una cantidad mínima de habilidades porque no terminó la escuela, porque apenas lee y no puede escribir correctamente, porque no tiene conocimientos técnicos ni prácticos a pesar de que trabajó como albañil o en una empresa de limpieza. Pero la experiencia no llegó a formarlo: lo despidieron rápidamente porque bebía o se drogaba, porque tiene un ligero retardo, porque faltaba demasiado o llegaba tarde.

    Carlitos, además, tiene una esperanza de vida mucho más corta a la media no solo por sus patologías o consumos, sino por la vulnerabilidad a la que lo expone su propia situación.

    ¿Situación dijimos?

    La expresión invita a descuartizar el sentimiento, a desguazarlo y a quitarle toda emoción: personas en situación de calle. Como si por usar cinco palabras se fuera a convertir el desprecio en respeto, como si la expresión fuera a darle un carácter transitorio a lo que ya es herencia sempiterna que pasa de un gobierno a otro, sin síntomas de mejoría.

    Por supuesto que llamarlos vagabundos, mendigos, pobres, indigentes o lúmpenes es ofensivo, efectivamente estigmatizante, es despectivo y es paternalista, y hasta el viejo y tan uruguayo bichicome está ya fuera de lugar desde la óptica de las políticas sociales, tan celosas de las formas.

    Un porcentaje importante de los sin techo se encuentra en esta situación desde hace más de cinco años, lo que nos haría cuestionar si ese conjunto de palabras, “persona en situación de calle”, que en principio aspira a desestigmatizar para facilitar la salida o la integración, no sería un nombre más cosmético que real, digamos, un saludo a la bandera. Incluso el hecho de alojarlos de manera provisoria en albergues no los transforma en “incluidos”, porque padecer “situación de calle” no se reduce a la utilización del espacio público como dormitorio, sino que acarrea abandonos familiares, carencias culturales, políticas, sociales y económicas. Parecería entonces que, estadísticamente, “la situación” estaría evolucionando hacia lo crónico.

    Doblamos la esquina y lo vemos, ahí está Carlitos, esta noche le alcanzaremos un sánguche o un billete, le preguntaremos si quiere que llamemos al Mides y nos alejaremos caminado. Pensaremos estremecidos que hay otra ciudad, la de los que se mueven en las sombras, la de los “los invisibles” sin hogar. Y nos haremos el propósito de verlos, porque visibilizarlos nos hace aceptar que son personas reales, nos obliga a asumir, aunque sea por una noche, por esa noche en que la temperatura bajará de cero, la responsabilidad de su vida.

    Después sí, seguiremos camino y, como siempre, encerraremos los pensamientos incómodos en la caja fuerte, le pasaremos tres vueltas de cadena y la tiraremos al mar.