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Este viernes 22 a las 19.30 se presenta en el Centro de Fotografía el libro La construcción de la Rambla Sur (1923-1935), un valioso documento gráfico de las obras que se realizaron a principios de los años 20, aproximadamente, entre la escollera Sarandí y la calle Juan D. Jackson, extendiendo así el paseo marítimo por gran parte de la costa.
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Cada uno tiene su tramo de la rambla, ese que usualmente camina —o caminaba— con más frecuencia y atesora con especial cariño. En mi caso fue la Rambla República del Perú, entre Trouville y lo que una vez fue el último grito de la moda: Kibón. Básicamente, la Rambla de Pocitos. Mi padre odiaba esa rambla de los 70, donde la promiscua y compacta proliferación de edificios impedía que el sol se demorase en la arena. Antes había solo casas, un hotel con terraza en la playa y los carnavales eran maravillosos, decía mi padre.
Aquella rambla ya no está y la que yo conocí tampoco. En concreto, ya no existen la variedad de autos viejos (desde las cachilas hasta el “Ultra”), ni el señor que se exhibía los fines de semana con una leona sentada en el capó del Jeep Willys para asombro de los transeúntes, ni la vereda de mármol hecha con trozos —el reverso— de lápidas, igual que en la vieja Plaza Cagancha. Al caminar no es común observar con detenimiento lo que hay arriba ni abajo. Esa rambla marmolada, que contenía para sostén del paseante las tumbas de un cementerio en desuso, delataba los agujeritos de los clavos e incluso en ciertos tramos el cincelado con un apellido y una fecha. A la altura de la calle Guyaquí, contra el cordón de la vereda, descansaba el trozo más grande que un albañil, por gracia o distracción, había colocado al descubierto con el nombre del difunto.
Las ramblas recorren la orilla del mar con ilusoria intención de continuidad. Son lugares de paseo, ocio y encuentro amoroso. Y también nos recuerdan que caminamos sobre los muertos, que siempre son mayoría.