Nº 2083 - 6 al 12 de Agosto de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáFrédérick Chopin nació en Varsovia el 1º de marzo de 1810 y murió en París, a la temprana edad de 39 años, el 17 de octubre de 1849.
Compositor y virtuoso pianista, uno de los más importantes de la historia y quizás principal representante del romanticismo, aprendió música y a tocar el piano con su hermana Ludwika, y compuso su primera obra, que pasó a partitura su padre, a los siete años: la Polonesa en sol menor, a la que siguió, pocos meses después, la Polonesa en si bemol mayor. Su vida breve, pese al prestigio logrado, jamás lo sacó de problemas económicos y lo castigó, además, con recurrentes enfermedades.
Ha tenido, hasta hoy, una fuerte influencia en músicos de todo el mundo.
Regresando por un momento al título que he elegido para esta columna, es seguro que Chopin jamás se haya enterado de qué era un tango. Y ni siquiera le haya llegado aquella pasión juguetona del gran Arthur Rubinstein de tocar esa música en momentos de esparcimiento.
Y sin embargo…
¿Usted, lector, se sorprendería si yo tratase de demostrar que Chopin —o, mejor dicho, su música y sus armonizaciones— influyó decisivamente en dos dramáticas obras que tuvieron la participación fundamental de Discépolo y fueron compuestas el mismo año con pocos meses de diferencia, ingresando a la gran historia del tango?
Veámoslo juntos. La primera fue compuesta en letra y música por el autor de Cafetín de Buenos Aires, aunque hay que decir que el arreglo y la partitura correspondieron a un amigo pianista, Lalo Scalise, de estilo similar a Mariano Mores, ya que “Discepolín” creaba melodías, pero no sabía pasarlas al papel ni darles el toque armónico final.
Se trata de Canción desesperada, de inicios de 1945:
—¡Soy una canción desesperada! / ¡Hoja enloquecida en el turbión! / Por tu amor, mi fe desorientada / se hundió destrozando mi corazón…
Discépolo dejó varias confesiones en sus memorias: se inspiró a raíz de un viaje a Mallorca al conocer la trágica historia de amor que allí vivieron Chopin y la baronesa Dudevant, conocida por su seudónimo literario, George Sand. Y, luego de tocar en el mismísimo piano del polaco, depositado en un museo, dejó escrito: “Se mezclaron en mí, como si me viera en un espejo, esa pasión desesperada con el estilo de obras de Chopin. Me inspiré en él. Por eso toda la primera parte de Canción desesperada no es un tango porque arranca con un dramatismo casi operístico, que le pedí a Scalise que lo resaltara, y que me llegó de la música de aquel genial pianista de vida tan desgraciada, quizás como la mía. Recién en la segunda parte lo llevamos, realmente, a una armonía de tango”.
A mediados del mismo año, Alfredo Malerba, esposo de Libertad Lamarque, le pidió un tango también de corte dramático a Discépolo, quien escribió una parte y consultó a Mariano Mores si estaba dispuesto a componer la música. Mores aceptó. El letrista demoró en terminar sus versos y Mores, consciente de lo que buscaba Malerba, se encontró con un tema que le llevó a construir la primera parte —¡otra vez la primera parte!— de un modo atípico: “La letra de Enrique, a quien yo sabía influido por la historia de Chopin, me hizo arrancar con algo muy temperamental, de ópera. Escuchaba imaginariamente una orquesta con bajo penetrante y una frase pianística muy fuerte. Por la melodía y la forma de armonizar, no tenía forma de tango. Recién lo encarrilé para ese lado en la segunda parte, vaya casualidad, porque yo conocía Canción desesperada. Pero el todo, a decir verdad, tiende también a lo clásico”.
Ese tango, que Libertad Lamarque estrenó en el filme Romance musical, es Sin palabras:
—Nació / de ti…, / buscando una canción que nos uniera… / Y hoy sé / que es cruel, / brutal, quizás, el castigo que te doy… / Sin palabras esta música va a herirte, / dondequiera que la escuche tu traición… / La noche más absurda…, el día más triste. / Cuando estés riendo o cuando llore tu ilusión…
Algo es cierto. Discépolo, estremecido por sus problemas de pareja con Tania, se identificó con Chopin, a quien George Sand le aceptó el amor un año, lo ayudó económicamente y tras pactar solo una amistad, durante la cual llegó a decir públicamente “hace siete años que vivo como una virgen”, lo abandonó a su suerte en el peor momento de la enfermedad del pianista.
Fueron peripecias amorosas diferentes. Pero a ambos, más allá de patologías y certificados médicos, los mató la tristeza.