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    miércoles 04 de diciembre de 2024

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    Tenemos un problema

    Sr. Director:

    En realidad, más de uno. Pero hoy quiero enfocarme en uno que afecta (amenaza) a la democracia, a nuestra democracia, y que, en los últimos tiempos, viene agudizándose.

    Desde nuestro rincón del mundo, hace rato que lo vemos crecer en otros lados (¿con cierto regodeo?): Italia, España, Chile, Estados Unidos, Brasil, Argentina… Sobre todo, en Argentina: la explosión de divisiones y odios que vive ese país es alarmante.

    Pero ¿y por casa?

    Expuesto muy sintéticamente, el problema radica en que, mientras que la democracia es un sistema para arbitrar diferencias pacíficamente, su funcionamiento requiere —entre otras cosas— de la existencia de partidos políticos y de libertad de prensa: los primeros tienen una inclinación a la confrontación y la segunda a la crítica negativa. Ambos factores facilitan que la vida democrática discurra por carriles cargados de animosidad y, como se sabe, es más “fácil” moverse por odios que por amores.

    Los partidos requieren tener identidad y un “pegamento” y es más fácil construir ambos como “lo no-el otro” que ponerse a explicar lo que nos une, por qué y con qué intensidad. Nuestra propia identidad cultural como nación emergió de no ser ni porteños ni brasileños.

    En parte, estos fenómenos van cobrando vida a partir de intereses diferentes, pero también se van agravando si surge (o se cree) la percepción de que mis intereses son contrarios a los tuyos (y no te digo nada si, además, los tuyos van ganando).

    Vinculado con eso, una de las características de la democracia es que se somete periódicamente a pruebas y que en esas pruebas unos ganan y otros pierden, lo cual favorece la bronca y el resentimiento (como ocurrió en el 2019).

    Todo esto existe desde que la democracia tiene nariz, con mayores o menores grados de tensión y enfrentamiento. El problema está en que la cosa se está pudriendo, mal. Al punto de que, en muchos países, la democracia está funcionando pésimamente.

    Cuando ocurren episodios como el intercambio cotidiano de insultos (cortes españolas), o ataques cruzados entre sectores y contra el presidente (Perú), explosiones sociales (Chile, Ecuador) o el odio como modus operandi político (EE.UU., Argentina), son señales de que ya entramos en una realidad perversa. No son episodios aberrantes y aislados. Con esas prácticas, ya erigidas en cultura política, la democracia no funciona y puede no sobrevivir.

    ¿Por qué hemos llegado a este punto?

    Es largo de explicar, juegan en el tema varios factores, singularmente, la complejidad y la ajenidad a la que ha llevado a la democracia el creciente número de expectativas y reclamos, propios de las sociedades contemporáneas, con la consecuencia de que el Estado, herramienta clásica de la democracia para ir al encuentro de las demandas, ha entrado, en todos lados, en un proceso de rendimientos decrecientes, convirtiéndose en un problema y fuente de frustraciones y broncas.

    Todo eso agravado por el fenómeno de las redes sociales, a las cuales acuden porcentajes crecientes de ciudadanos, sobre todo jóvenes, no en procura de información objetiva, sino de confirmación y potenciación de las inclinaciones personales. Las redes producen un fenómeno de segmentación social, confirmando identidades (buenas —la mía y similares— y malas —las de los “otros”—).

    Ese proceso fomenta las llamadas “grietas” y estas dan lugar a otro fenómeno de aparición creciente en las democracias: la judicialización de la política.

    Las dos cosas están ocurriendo en nuestro país y es tonto consolarse mirando cómo a otros les va peor.

    La erosión de la democracia es un problema muy serio, que debe encararse sin demora, y de la misma manera en que sus consecuencias las padecerán todos, tampoco sirve decir que lo deben arreglar los políticos. De hecho, al escribir estas líneas, se anuncia una reunión de líderes por el tema, pero los políticos son, en buena medida, prisioneros del fenómeno y no les resultará fácil salir de la trampa. Cabe a la sociedad civil y a sus instituciones y liderazgos advertir públicamente sobre lo que está sucediendo, alertar acerca de los efectos que las redes generan y presionar a los actores políticos, censurando la agresividad de sus posturas.

    No la de “ellos”.

    Empezar por las nuestras, como aconseja el Evangelio.

    Ignacio De Posadas