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Al terminar la II Guerra Mundial, Adolf Eichmann, teniente coronel de la SS a cargo de la logística de los campos de concentración, escapó hacia Argentina para evitar los tribunales de guerra. En 1961 agentes israelíes lo capturaron y lo llevaron a Jerusalén donde fue juzgado y condenado a muerte. Con motivo del juicio, la revista norteamericana The New Yorker le pidió a la filósofa Hannah Arendt (1906-1975) que hiciera una crónica de lo que iba sucediendo, y fue así que sus crónicas se convirtieron en Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, posiblemente su obra más conocida. Publicado como libro en 1963, fue corregido y aumentado por la propia autora un año después. Justamente es esa edición la que ahora volvió a publicar el sello Lumen.
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Más que un registro del juicio, Arendt escribió una gran reflexión sobre el mal a partir de la personalidad de Eichmann. Para ella no era un hombre ni monstruoso ni enfermo, ni siquiera un hombre que odiara a los judíos, sino un burócrata que actuó siguiendo órdenes de Estado. “Lo más grave en el caso de Eichmann era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. De allí el concepto banalidad del mal, aplicado a quienes cometen actos sin reflexionar porque siguen las reglas de un sistema. “No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”, escribe Arendt.
Filósofa judía nacida en Alemania, Arendt huyó hacia Estados Unidos en 1941. Después de publicar su libro, recibió varias críticas que consideraban que se había dejado convencer por la actitud de Eichmann durante el juicio. Pero Arendt nunca puso en duda su culpabilidad por el asesinato de millones de judíos. Por el contrario, su reflexión fue tan acertada, que más de 50 años después sigue echando luz sobre los grandes crímenes de lesa humanidad.