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La premisa tiene un potencial que la película no logra sostener. A pesar de contar con Jeff Bridges, que la rompe —otra vez—, y de tener a Meryl Streep, que la saca de taquito con su presencia casi holográfica, El dador de recuerdos no alcanza a despegar del todo. Ambos intérpretes resplandecen en papeles secundarios (en rigor, el de Bridges no taaan secundario) y de considerable importancia en esta distopía futurista basada en el primer volumen del cuarteto de novelas de la serie El dador de recuerdos, de Lois Lowry, autora estadounidense de literatura infantil que se consagró precisamente por esta primera obra, publicada en 1993. Es decir: Divergente y Los juegos del hambre existen gracias a esta señora, que, por supuesto, reconoce su admiración hacia Aldous Huxley, Ray Bradbury, Philip K. Dick y George Orwell, faltaba más.
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El libro primero fue un éxito (tardío) en ventas, obtuvo varios galardones, entre los que destacan la medalla Newbery, de la Association for Library Service to Children, y es lectura recomendada en colegios de secundaria de Estados Unidos, Canadá y Australia, tras haber pasado por controversias e intentos de censura. Es que debajo de la típica historia juvenil de aprendizaje, de encuentro entre maestro y discípulo, de lazos familiares y amistad, también existe una subtrama que indaga acerca del poder del lenguaje e introduce temas como la eutanasia, la eugenesia o el suicidio como acción orientada al futuro (así como alguien ahorra para no estar en peores condiciones económicas en los años venideros, también puede incurrir en el acto suicida para evitar el sufrimiento o el malestar que depara el porvenir). Fue después del escándalo que la autora continuó escribiendo y convirtió la historia en una saga de cuatro libros. De modo que, si los números cierran con esta adaptación dirigida por el australiano y bastante desparejo Phillip Noyce (Juego de patriotas, Peligro Inminente, Cerca de la libertad, Agente Salt), habrá más títulos por delante. Por ahora lo que hay es una película visualmente muy cuidada, que bebe de fuentes dickeanas como The Truman Show y Gattaca, La Isla y Sentencia previa, destinada al público juvenil, una cinta que no es aberrante pero sí ingenua en algunos segmentos y que no tiene el más mínimo problema en presentar una resolución aligerada y grosera que deja las puertas abiertas para una segunda parte.
El contexto: una sociedad cerrada e hipercontrolada. Controlada, para empezar, desde el lenguaje. “La herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras”, sostenía Philip K. Dick. “Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a la gente que debe usar las palabras”. Y en el mundo de El dador de recuerdos el lenguaje en el que viven los protagonistas está bajo un estricto control: no hay familias, hay unidades familiares; tampoco se habla de amor sino de disfrute, ni de muerte sino de liberación; por fuera de este mundo estricto, limpio y reducido vive un universo de palabras desconocidas e inimaginables para sensaciones y sentimientos que los personajes ni siquiera tienen la gracia de experimentar debido a que cada mañana reciben una inyección que los mantiene ligeramente anestesiados, a salvo de ciertos estímulos (y ellos creen que es medicina, porque, claro, así se llama: medicina).
Más sobre el contexto: las reglas de convivencia en esta sociedad son claras y se respetan con el rigor de una prisión de lujo. No está claro dónde está el poder real, nunca se ve, no se sabe bien quién manda aquí, el personaje de Streep pertenece al mando de los Mayores, que son la máxima autoridad, aunque esto no excluye la posibilidad de que haya alguien o algo por encima de esos elegidos. Y realmente en esta comunidad igualitaria y casi perfecta y super-armoniosa se ha llegado a un punto en el que todo se ha vuelto tan lavado y tan pulcro y tan correcto que ni siquiera hay colores más allá de las tonalidades que van del blanco al negro. Literalmente. Hay tramos de la película que transcurren en blanco y negro. Todo en este lugar, incluso el cielo y las nubes, parece de plástico o recién hervido. Nadie se queja. Nadie está triste. Pero tampoco nadie está feliz. ¿La razón? Son todos una manga de burros del primero al último. Sencillo: el conocimiento es lo que trae la infelicidad.
Aquí nadie tiene apellido. Todos llevan nombres de pila. Jonás (Brenton Thwaites, estuvo en Oculus, se lo verá en la próxima de Alex Proyas, lo ficharon para la nueva Piratas del Caribe), Fiona (Odeya Rush, viene haciendo mucha basura, poco trabajo destacable, la queremos ver más), Asher (Cameron Monaghan, señorito con cara de vampiro, necesita un cambio si no quiere encasillarse), y así. A los 9 años los niños reciben sus bicicletas reglamentarias. A los 12 se gradúan. Los Mayores, que nunca se equivocan, les asignan a los graduados los puestos en los que estarán el resto de sus vidas. Allí aparece el holograma de Streep, con el pelo plateado, largo, con una forma de hablar que es como una catedral de la corrección política, exhibiendo una sonrisa profesional, de ex azafata, y una mirada por la que asoma la expresión de una vieja bruja que se sabe todos los trucos. Todo esto enmarcado en una ceremonia pulcra y ordenada, con el glamour y la calidez de un cortejo militar: de esta graduación surgen los líderes, los maestros y las madres del mañana. Y ahí, el pobre Jonás es elegido para uno de los puestos más honorables y peligrosos: el de Receptor. Es designado porque reúne cuatro atributos indispensables para el cargo: inteligencia, integridad, valor y, además, tiene la capacidad de “ver más allá”, que en esta producción se representa por medio de la capacidad de ver en colores y secretar lágrimas, entre otras fabulosas y secretas habilidades. El premio a esos atributos le confiere la oportunidad de convertirse en el disco duro de la comunidad, llenarse de todo lo que los demás no reciben, todo lo que provoca sufrimiento y dolor, pero también todo lo que provoca placer y felicidad. Porque esta gente (su mamá, su hermana, su hermanita, sus amigos, todos) no sabe lo que es la muerte, y tampoco lo que es un trineo, ni lo que es la nieve, ni tampoco, atención, tiene la más mínima idea de lo que es la música. Este mundo estará muy limpio y ordenado, pero es el infierno: no hay música.
Así es como Jonás comienza su nueva vida como Receptor, siendo instruido por el Dador (Bridges), un señor canoso y de barba, con voz de dragón avejentado, que lo entrena para cuando eventualmente llegue el momento de reemplazarlo. El entrenamiento básicamente consiste en tomarlo de las manos y pasarle información telepáticamente, como quien pasa archivos de una computadora a otra, y más o menos ya está. Jonás caerá en cuenta de que la pobreza anida en la riqueza, que si existe la felicidad es porque del otro lado hay sufrimiento, y así.
Sin la adrenalina ni el cóctel de feromonas de Los juegos del hambre (hay una persecución con unas motitos eléctricas y algún otro momento de tensión en un simbólico desierto), mucho menos la parafernalia de Divergente, hay que agradecer que el filme no se estira innecesariamente. A veces se descubre un nivel de inocencia asombroso, cuando no de trazo grueso, con imágenes “inspiradoras” tipo Coca-Cola, y la película pasa a la ciénaga de la cursilería sin escalas, como cuando Jonás descubre la atrocidad de la guerra y no encuentra palabras para explicar y/o comprender que exista algo tan horripilante y espantoso y que, además, como también ocurre con otras tantas emociones y situaciones agradables, se vea obligado a ocultárselo a los otros. Entonces llegará el momento en el que desobedecerá algunas reglas (y no es de rebote que el personaje se llame así en una película repleta de nombres y elementos cargados de simbolismo) y emprenderá su cruzada personal para cambiar el orden, que es una gran mentira. Y no, no va a ser sencillo.
El dador de recuerdos (The Giver). EEUU, 2014. Dirección: Phillip Noyce. Con Jeff Bridges, Meryl Streep, Brenton Thwaites, Katie Holmes. Duración: 97 minutos.