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La voz en off pide al público que apague sus celulares y a continuación se abre un silencio poco usual. No vuela una mosca durante casi un minuto. Nadie susurra, nadie comenta. Egberto Gismonti está por salir al escenario del Solís y el aire se prepara para la ocasión. De camisa y pantalón negros, pañoleta roja y su clásica coleta, el hombre saluda al público uruguayo por cuarta vez en sus 67 años, y asume la postura clásica: guitarra sobre su pierna derecha, pie sobre un soporte alto y brazos en torno al instrumento, como lo hacían Segovia, Carlevaro y tantos otros.
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Hay recitales magníficos, donde el público resulta extasiado por el talento, el virtuosismo y la expresividad del o los músicos. Lo que sucedió el viernes 30, al menos para quienes vimos a Gismonti por primera vez, fue una experiencia aún superior: la sensación de estar redescubriendo un instrumento que creíamos conocido. La forma en la que toca la guitarra el hombre nacido en una pequeña ciudad cerca de Rio de Janeiro, y cuya obra lo eleva a músico de la galaxia, genera la ilusión de que allí hay más de un ejecutante. Este individuo mueve los hilos de una orquesta sinfónica con forma de mujer. Puede narrar un cuento con ocho, diez o doce cuerdas. Puede sacar música de los rincones más recónditos de su caja de madera. Es capaz de pellizcar las cuerdas de un modo insólito para invocar los más ocultos espectros sonoros y que aparezcan los benditos armónicos durante un tema entero. Es capaz de iniciar una garúa de pequeñas notas agudas para pasar al diluvio en la zona media y desatar una tormenta de rayos y centellas con los trastes graves pulsados con sus pulgares. La naturaleza entera cabe en sus diez dedos.
Las copas más altas de la selva orquestada asoman por la boca de su violão. Cuando es preciso, transforma sus manos en tarántulas que recorren el brazo tejiendo una tela que atrapa todas las frecuencias. Si la música lo exige, sus yemas son hormigas que se ordenan sabiamente en una fila perfecta. Cada tema es un viaje hacia un terreno desconocido y excitante, uno mejor que el otro. Su ejecución respira, alterna matices de todo tipo, en volumen, intención e intensidad. La composición está viva, no es letra muerta sobre un papel, la partitura se dobla como una hoja al viento.
El tipo revela con su lenguaje corporal una perfecta condición física y musical. Luego de una hora maravillosa en la que hipnotizó a la audiencia con sus dos guitarras (una de cuerdas de nylon y otra de acero), el maestro hizo una breve pausa y ofreció un muy buen concierto de piano, en el que demostró tres cosas: la misma personalidad compositiva que ostenta en las seis cuerdas, que por momentos hace sonar el instrumento de teclas de marfil como si fuese una guitarra, y que es un gran pianista pero no alcanza, en el instrumento de Chopin la misma conmoción que logra con el de Django Reinhardt.
La música de Gismonti debería ser enviada en todas las sondas espaciales que salgan de la Tierra. Gente como él, hace música para el universo y logra redoblar la esperanza en el género humano. Ey, vengan en son de paz que aquí los recibiremos con estos sonidos. Haber presenciado un recital de un artista de esta dimensión es una bendición, uno de esos recuerdos que se mantienen frescos en la memoria, como con Paul McCartney o Ney Matogrosso, por citar dos casos recientes, inmunes al paso del tiempo.
La inmensa musicalidad de Gismonti quedó impresa en cada centímetro cuadrado de la sala, y en cada uno de los rostros asombrados que salían dos horas después de aquel silencio, la calma que precedió una inolvidable tormenta sideral.