Un laberinto

Con elegante capacidad para la descripción y sentido del ritmo y la tensión, y con efectivos momentos de humor, Palomeque se calza los zapatos, la campera de su confundido protagonista, un observador obsesivo, enamoradizo y no siempre muy hábil en la interacción con las mujeres —casi siempre las llama “minas”—, y deambula por las calles impulsado por los reflejos de una memoria distorsionada. Tras pasar una noche en el apartamento de Victoria, el protagonista despierta solo, sin saber exactamente qué sucedió, aunque cree recordar que está enamorado. El recuerdo de algo muy deseado y dulce convive con lo amargo y lo tóxico, con no saber ni siquiera quién es. El levreriano personaje deambula por la ciudad, extranjero de sí mismo, con un juego de llaves y un libro de tapas negras que, como su resquebrajada memoria y su tambaleante identidad, se deshace para rehacerse.