Nº 2190 - 8 al 14 de Setiembre de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace algo más de un año y medio escribí una columna titulada El affaire Ovejero. En ella comentaba la clausura de la cuenta de Facebook del académico español Félix Ovejero Lucas y de cómo eso ocurría en medio de un creciente debate sobre las responsabilidades de las empresas que proporcionan la plataforma para una parte no menor de la charla pública en estos días. Comentaba también cómo una suerte de oscurantismo inescrutable se venía asentando en esa charla, limitando la libertad de expresión en nombre de una supuesta defensa de los débiles. Bueno, la semana pasada le tocó sufrir un “Ovejero” a Jorge Barreiro, columnista de la revista Relaciones, alguien que suele argumentar de manera calma y razonada todo aquello que publica en redes.
¿A qué se debió la suspensión de la cuenta de Barreiro? Nunca lo sabremos, porque entre las potestades que se asigna el dueño de ese quiosco llamado Facebook, está la de no rendir cuenta de las razones de sus censuras. Se dirá que existe el derecho de admisión y que por eso no es necesario que la empresa explique sus razones para cerrar una cuenta. O para reactivarla: un día después de suspenderlo, sin explicación y sin que mediara otra cosa que el ruido de sus conocidos en redes, Facebook decidió restituirle la cuenta a Barreiro. Me parece interesante cuestionar esa perspectiva: las empresas que brindan esas plataformas llamadas “redes sociales” no son ajenas a los impactos sociales que genera su producto. Tal como nuestra empresa telefónica tiene una responsabilidad social y no nos puede cortar el servicio de manera unilateral, sin que medie una razón explícita y pública, las plataformas en las que se viene procesando buena parte de nuestro debate público tampoco deberían poder hacerlo.
La última cosa que Barreiro había publicado en su cuenta de Facebook era una reseña del libro Nadie nace en un cuerpo equivocado, escrito por los psicólogos españoles José Errasti y Marino Pérez Álvarez. Una reseña que era puramente analítica y que no contenía ninguna clase de ataque a personas o colectivos. Sin embargo, a juzgar por el impacto que viene teniendo ese libro, no sería de extrañar que, bien el algoritmo que detecta cuestiones “problemáticas” en Facebook haya considerado la sola mención del título como un problema, o bien la acumulación de denuncias de personas reales que hacen mención al libro o a su reseña haya activado el mecanismo de censura.
En el primer caso se trataría de una censura automatizada, propia de aquellos libros de la era dorada de la ciencia ficción, en donde unas computadoras enormes y distantes decidían el destino de personas que no sabían por qué se los había juzgado y condenado. Recuerdo un cuento muy bueno en donde el protagonista olvidaba devolver un libro a la biblioteca y eso desencadenaba una respuesta automática del sistema. A medida que pasaban los días, el sistema iba subiendo la pena hasta llegar a la pena de muerte. Todo eso mientras el hombre intentaba devolver el libro fuera de fecha y explicar por qué no lo había podido hacer antes. Finalmente y a pesar de sus mejores y humanos esfuerzos, el pobre hombre era ejecutado.
En el segundo caso, la censura se habría desatado por denuncias de personas reales contra la reseña de Barreiro, y la decisión de cerrar su cuenta también habría sido tomada por personas reales, en este caso los censores locales de Facebook. Leyendo algunos de los “argumentos” de quienes en esa red aplaudían la censura, es eso lo que podría haber ocurrido, ya que con la excusa del “discurso del odio” se viene intentando (y a veces logrando) censurar todo aquello que discute las perspectivas que empiezan a ser dominantes en la conversación colectiva.
De la misma forma en que Hollywood impulsó el miedo a los orientales durante la Segunda Guerra y el miedo a los comunistas durante el período de Guerra Fría, en las actuales plataformas de medios (pienso en Netflix) no solo se construye un discurso didáctico que nos dice que lo “justo” y lo “bueno” es todo lo que les gusta a los dueños, sino que al mismo tiempo se demoniza cualquier perspectiva que contradiga lo que esas elites culturales y económicas, que nadie votó en ninguna parte, han definido como “discurso de odio”. Y esas son características de cualquier censura: la irracionalidad, la arbitrariedad y la escasísima disposición a debatir aquello que se definió como “odio”.
Es muy difícil afirmar con argumentos racionales que la reseña de Barreiro era una pieza de “discurso de odio”. O que el libro reseñado, que se dedica a cuestionar tanto las categorías del discurso teórico queer como la millonaria industria que se ha construido en torno a sus derivadas en el mundo real, sea “discurso de odio”. Por cierto, conviene recordar que en la presentación del libro en Barcelona hace unos meses, un grupo de activistas LGTBQ+ se enfrentó con palos y piedras a la policía local, que los detuvo en su intento de prender fuego la librería, con público y autores dentro. Es revelador que los que iban a ser quemados fueran acusados de propagar el “odio” mientras que quienes fueron a quemarlos se presentaran como defensores de minorías desprotegidas.
La actual oleada de neopuritanismo y censura en nombre de los desposeídos de la tierra (individuos que aparentemente no tienen voz propia), no se interesa por los argumentos racionales. Su forma de lidiar con cualquier perspectiva que no cuadre con la suya, se parece muchísimo a lo que las religiones hacían (y en algunos casos, hacen) con aquellos a quienes considera herejes. Para nuestra fortuna y la de Barreiro, vivimos en democracias modernas y, de momento al menos, los nuevos inquisidores se tienen que conformar con cerrar cuentas de redes y ver si logran la muerte profesional y cívica de aquellos que no les gustan.
Lo llamativo, más allá de palos y censuras, es que la renuncia abierta a discutir aquello que se considera “discurso de odio”, viene siendo usada también como coartada por aquellos que detentan alguna clase de poder para aplastar a cualquiera que cuestione ese ejercicio del poder. No son pocos los gobiernos autoritarios (o directamente dictaduras) que vienen creando leyes que, supuestamente, defienden a la ciudadanía de los “discursos de odio” cuando en realidad lo que hacen es suprimir cualquier disenso. Resulta asombroso que quienes dicen defender colectivos vulnerables no se den cuenta de que su (falta de) lógica argumental coincide con la proliferación de esos usos en la vereda ideológica de enfrente. Si es que existen dos veredas ideológicas en esto, claro.
Sin saber por qué la perdió, Barreiro ya tiene su cuenta de nuevo. Los keyboard warriors acusan a otros de propagar el odio al tiempo que amenazan con quemarlos. Mientras tanto el campo de debate se angosta, la censura se impone y los ciudadanos se suman a las tribunas diseñadas por las ideologías en pugna, para desde allí tirarse a la cara acusaciones virulentas e inconducentes. Todo eso mientras los dueños del quiosco tecnológico se hacen millonarios e imponen sus valores, sin que nadie cuestione su negocio. No se me ocurre mejor argumento para una novela de ciencia ficción distópica.