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Los franceses se refieren a la dirección cinematográfica como mise en scene, que literalmente quiere decir “puesta en escena”. Pues bien, Anna Karenina, enésima versión fílmica de la frondosa novela de León Tolstoi, puede catalogarse también literalmente como una “puesta en escena”. No porque sea teatral ni porque esté planteada formalmente como una especie de teatro filmado, porque en rigor no hay ninguna pieza teatral detrás del tema de Tolstoi. Es porque la propuesta del director Joe Wright fue escenificarla íntegramente dentro de un teatro. No es un capricho ni un alarde de vistosidad. Es una opción que tiene su sentido, como se verá. Y hay que decir también que pocas veces ha logrado funcionar armoniosamente. Si ello se conjuga aquí, también se verá.
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¿Para qué hacer otra vez Anna Karenina? Su trágico drama presenta a una mujer de estrato social alto en la Rusia zarista (Keira Knightley), casada hace diez años con un ministro del gobierno (Jude Law) y madre de un niño de nueve, atrapada entre la rutina de su vida aristocrática y el aburrimiento de un matrimonio sin amor, afectuoso pero no apasionado, amable pero no cálido, cómodo pero insatisfactorio. En un viaje de San Petersburgo a Moscú, con la intención de salvar el matrimonio de su hermano, el conde Oblonsky (Matthew Macfayden), cuyas infidelidades hartaron a su esposa Dolly (Kelly Macdonald), conoce al conde Aleksei Vronsky (Aaron Taylor-Johnson), un oficial joven y buen mozo, amigo de flirtear con cuanta mujer se le cruce menos con la dulce Kitty (Alicia Vikander), que lo ama en silencio.
Y ahí comienza el drama, con Anna que salva el matrimonio de su hermano pero cae en los brazos de Vronsky, frente a una sociedad ociosa, hipócrita y vigilante que perdona a los hombres adúlteros pero castiga duramente a las mujeres que se atrevan a cruzar el límite, no por lo que hacen sino por hacerlo públicamente. Hasta el engañado Karenin podría pasar por alto una indiscreción si esta no fuera notoria, pero Anna no se conforma con verse a escondidas con Vronsky: quiere el divorcio, quiere a su hijo, quiere casarse con el hombre que ama. Ese pecado no quedará impune, y sobre la sombra de los amantes se desatará toda la represión de su clase social, a la cual Anna ha traicionado.
La historia en sí, o al menos su esqueleto, es la que ha alimentado anteriores versiones (dos con Greta Garbo, otras con Vivien Leigh, con Tatiana Samoilova, con Jacqueline Bisset, con Sophie Marceau), pero el dramaturgo Tom Stoppard (“Shakespeare apasionado”) amplía ahora el panorama colocando la figura de Levin (Domhnall Gleeson), un joven amigo de Oblonsky y enamorado de Kitty, que representaba para Tolstoi el polo opuesto de esa sociedad aristocrática y frívola, propugnando la liberación de la servidumbre y la dignidad del trabajo manual en la tierra, donde a pesar de su rango social trabaja de igual a igual con los campesinos. Y Joe Wright se ocupa de diferenciar visualmente la oposición de esos dos mundos de la Rusia de 1874, adivinándose entonces que su idea, más que volver a representar una trágica historia de amor, está ahí, en ese intencionado cuadro de época donde se contraponen dos modos de vida y dos formas de encarar el trabajo y el amor.
Mientras el mundo de Anna, Karenin y Vronsky se desarrolla dentro de los confines de un teatro, como si todo fuera una representación distanciada de la realidad, el de Levin abre las puertas al exterior, a los campos soleados y al aire purificador. El asfixiante mundo de San Petersburgo y Moscú, desarrollado entre decorados que se mueven, bastidores que cambian de lugar y una platea que se transforma de atestada oficina pública en salón de baile, en estación de trenes y hasta en un hipódromo, muestra el artificio de una sociedad encerrada en sus propios límites, que a veces trepan por los practicables del escenario, se mueven entre los pasillos de los palcos o entre las bambalinas atestadas de decorados y de gente. Una puerta se abre para acceder al Consejo de Ministros, otra al palacio de Karenin y una más a la alcoba donde Anna y Vronsky se entregan a un amor sin esperanzas, pero nadie puede salir de ese teatro que oficia de mundo clausurado. Solo el refinado Max Ophüls se atrevió a semejante propuesta cuando filmó “Lola Montès” (1955) llenando la pantalla ancha con todo tipo de objetos que la cubrieran lo más posible.
El resultado es vistoso, pero tal vez no llegue a cumplir cabalmente con su propósito. La idea de Wright, que ya había hecho “Orgullo y prejuicio” y “Expiación, deseo y pecado” con la misma Keira Knightley, es adaptar a Tolstoi y agregarle un elemento que visualmente exprese lo que las palabras no dicen. Pero su defecto (¿menor?) es que el drama no se hace sentir, sumergido entre esos despliegues escenográficos y un espléndido vestuario (que ganó un Oscar). No es que los actores estén mal. Por el contrario, tanto Knightley como Law están muy bien, y Taylor-Johnson tiene el físico apropiado para su Vronsky por demás caprichoso y bastante cobarde. Todo parece estar en su lugar y la película se ve con agrado, pero cuando termina uno tiene la sensación de que algo faltó a la cita. Ese final con Karenin y los dos niños de Anna integrados a la tierra como antes lo estuvo Levin, tiene un gusto insípido, como si la tragedia que lo antecedió hubiera sido tan artificial como los decorados teatrales en que estaba sumergida. Demasiado sumergida.
“Anna Karenina”. Gran Bretaña, 2012. Dirigida por Joe Wright. Escrita por Tom Stoppard sobre novela (1875-77) de León Tolstoi. Con Keira Knightley, Jude Law, Aaron Taylor-Johnson, Matthew Macfayden, Kelly Macdonald. Duración: 129 minutos.