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La ciudad más bella que se haya concebido. Los palacios, las casas, las apretadas calles, las esculturas y pinturas que abundan, todo suspendido en el agua. Una ciudad condenada por haber nacido sobre un pantano, hace… 1.600 años. Allí, en ese lugar onírico, de riquísima historia y de marchita belleza, ambientó el alemán Thomas Mann La muerte en Venecia (Edhasa, 121 páginas), una novela breve y melancólica que se publicó en 1912, generó polémicas y condenas morales y casi 60 años después fue llevada al cine con rotundo acierto por Luchino Visconti.
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Mann, como tantos intelectuales y refinados turistas, visitaba Venecia con frecuencia y se alojaba en el majestuoso Hotel des Bains del Lido, donde sitúa esta historia del escritor Gustav von Aschenbach, que decide pasar unas vacaciones en la Serenísima para reponerse de una tragedia y de su frágil estado de salud. En el hotel, durante los desayunos, almuerzos y cenas, en la terraza y en la playa, se enamorará del adolescente Tadzio, a quien contempla siempre a una muy prudente distancia mientras lee o escribe. Un amor prohibido, imposible, que no hace otra cosa que remover los cimientos y las catacumbas de un hombre moribundo, al mismo tiempo que en la ciudad se desata una epidemia que todos los lugareños pretenden silenciar por temor a la huida de los turistas.
La prosa intimista, lírica y de aguda incisión de Mann, autor de otros clásicos como La montaña mágica, Los Buddenbrook y Doctor Fausto, Premio Nobel de Literatura en 1929, transita el deseo y la vejez de un hombre que ve cómo su vida se apaga paulatinamente, igual que esos atardeceres venecianos en los que el cielo alterna las suaves graduaciones del naranja crepuscular hasta desembocar en la noche.