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    Violencias y violencias

    Estos días el fútbol coronó mi lista de odios. Soy una uruguaya saturada del fútbol. El filósofo Karl Marx decía la religión es el opio de los pueblos. Y yo, humilde profesora y peatona, sostengo: “El fútbol es el porro, la pasta base y el vino de caja de mi pueblo”.

    Un colega de la Facultad de Humanidades ironizó: “Artigas es como Cristo, nadie lo puede criticar”. Yo agregaría como intocable al fútbol, una deidad cultural aglutinadora de los orientales, que ya no son tan ilustrados como soñaba Artigas.

    La valentía a la que se refería “el prócer” no fue la que desplegaron los barras bravas de Peñarol cuando destrozaron el Estadio y los dientes a un policía que cumplía su trabajo. Pero lo más curioso fue que las imágenes de los vándalos, con sus torsos desnudos y camiseta en mano, salieran una y otra vez en los informativos: las mismas caras, los mismos gestos, los mismos colores. Replay.

    Luego, más de lo mismo: reproches mutuos sobre quién tiene la responsabilidad de tales hechos. (Tal vez algún político tiene para sí la hipótesis de que los vándalos, como son chicos “ni-ni” que han desertado de la educación porque “los docentes somos aburridos y los programas no los motivan ni los hacen felices”, en el fondo somos los educadores el bing-bang de la violencia).

    Pero días atrás yo corría para tomar un 103. A mi costado, una mujer embarazada, con una hija adolescente y una preciosa niña de cuatro años, también se apresuraban. De pronto, escucho a la madre gritar a la pequeña: “¡Caminá derecha, porque si no, te rajo...mirá, no sé qué te rajo: la jeta!!!!”.

    La miro horrorizada. Su panza no se condice con la furia con la que habla a su hija. La niña, inteligente, camina recta pero muy rápida, huye de la violencia anunciada contra su pequeño cuerpito. Se salva, esta vez. Mi reprobación no escapa a la madre que entonces me mira con ojos pendencieros. ¡Mi jeta!!!!!

    Por suerte, la puerta del ómnibus se abre para mí. Ellas no suben.

    Cuando el 103 por fin arranca observo con más detenimiento al trío familiar y matriarcal desde la ventanilla. Descubro que la madre y la hija adolescente están comiendo sendos helados de McDonald’s en vaso, de esos que tienen pedacitos de chocolate. La madre sostiene, a su vez, una cajita feliz. Es de la pequeña, que seguramente quiere conservarla con el juguete dentro.

    Dos horas más tarde, caminando por 18, me sorprende ver de nuevo, sola, a la hija adolescente hablando con una chica. Escucho este diálogo: “Sí, mal...es por las llegadas tarde”. Quizás la amiga le esté preguntando por el liceo. Y ella, que probablemente repite el año, lo atribuya a las llegadas tarde. Quizás la madre no le diga cada mañana: “¡levantate para ir al liceo porque si no, te rajo la jeta!”. Pero eso no quiere decir que no se la parta cuando le venga en gana.

    La violencia diaria contra los niños no es noticia en los informativos.

    Mientras tanto, una carpa vacía en la Plaza Cagancha comunica los derechos de los niños, niñas y adolescentes.