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    Y así llegamos hasta aquí

    por Marcos Cantera Carlomagno

    Vimos en columnas anteriores cómo actuó el gobierno uruguayo frente a la crisis desatada en la industria textil nacional a comienzos de los 50. Apoyando a los sindicatos, las autoridades pretendieron legislar (y lo lograron a medias) contra los esfuerzos de las empresas textiles por introducir maquinaria que permitiese mejorar su capacidad de competencia, obligando a esas firmas a mantener en planilla a los obreros y empleados que resultaban sobrantes.

    De haber gobernado en la Inglaterra de la Revolución industrial, el gobierno uruguayo habría legislado contra todo tipo de cambios. O entonces (como realmente intentó hacer en Uruguay) habría puesto a los innovadores entre la espada y la pared: de acuerdo, señores —les habría dicho—, pueden innovar e introducir la máquina de vapor, el ferrocarril y todas las mejoras técnicas que quieran, pero deben mantener al ejército de obreros que realizan tareas arcaicas, lentas y poco productivas para que no haya desocupación.

    De haber dependido de la mentalidad uruguaya, la revolución industrial inglesa, que transformó al mundo y revolucionó para mejor la vida de cientos de millones de personas, habría muerto antes de nacer. Y es que el Estado uruguayo pretendía que las empresas privadas, cuyas ganancias mantenían en vida a buena parte de la sociedad, hiciesen también obras de beneficencia, manteniendo a gente que pasaba a cobrar un sueldo sin cumplir una función productiva. Esto es, justamente, lo que se practica ampliamente hoy en Uruguay, lo que rige en Cuba, en Venezuela, en Argentina, en Ecuador, en Bolivia y en tantos países gobernados por el supuesto “progresismo”.

    Esta actitud se basa en una idea primitiva y pobrista de los procesos de creación de riqueza. Para la gran mayoría de los uruguayos (tanto hoy como hace 60 años), Papá Estado, sentado sobre una caja fuerte con interminables riquezas (riquezas que, supuestamente, se reproducen por arte de magia o entonces se generan mediante préstamos de las odiadas instituciones imperialistas a las cuales se acude con la esperanza de no tener que pagar más adelante), debía intervenir, regular, castigar a los ricos por ser ricos y premiar a los pobres por ser pobres, para garantizar la realización de la idolatrada justicia social.

    Ahí estamos hoy. Pero lo importante es subrayar, una y otra vez, ¡que ahí estábamos ya hace más de medio siglo! Es importante insistir que entre la mentalidad dominante de los líderes sindicalistas y la mentalidad dominante de los miembros del Poder Ejecutivo y el Legislativo no había mayores diferencias. La matriz mental era similar.

    Esto es lo que hay que comprender: el proceso de cambios cuantitativos que devino en esta realidad de resaca y miseria que nos acorrala hoy ya era vigente hace 60 años. No lo vieron quienes tenían el árbol más cercano pegado a las narices, pero sí lo advirtieron quienes desde otra posición lograban tener una perspectiva de todo el bosque.

    Cuando se habla de mentalidad dominante se habla de estructuras mentales colectivas; se habla de un compendio de ideas, de valores, de aspiraciones, de ideales y creencias dominantes en una determinada sociedad. Es lo que los alemanes tan poéticamente han llamado “el espíritu de una época”.

    Los miles de carritos destartalados con caballos escuálidos y jinetes haciendo juego que hoy deambulan por la capital, las montañas permanentes de basura en las esquinas y en torno a los contenedores de desechos, la situación toda de una ciudad hundida en la mugre y el abandono, las escuelas vandalizadas, las costumbres vandalizadas, el lenguaje público y privado vandalizado, los medios de transporte obsoletos, las calles y las veredas rotas y toda esa inmensa tristeza sucia, maloliente y gris por la cual se mueven a diario más de un millón de personas son, todos ellos, fruto del cultivo de valores propulsores del atraso. Esto no es de hoy. Uruguay lleva muchas décadas cultivando esos valores. El resultado está a la vista.

    A algunos, esta situación de precariedad y miseria debería producirles una inmensa felicidad. ¿O no es este el Uruguay de los Chuecos Macieles que tanto añoraba Viglietti y que docenas de miles de personas cantaban a coro, entusiasmadísimos, soñando con ese ideal de lúmpenes en el poder? Bien, ahí los tienen. Ahora, festejen, uruguayos, festejen.

    Llegados a este punto del discurso, y teniendo en cuenta lo razonado anteriormente en mis libros y en muchas de mis columnas, la pregunta que me hago cada vez con más insistencia es: ¿no habrá nacido ya el cuarto Uruguay?