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    ¡Goodbye a Montevideo!, ¡gracias, mi Cactus!

    POR

    Sr. Director:

    Ana y yo siempre bromeamos sobre su apodo: Cactus. Yo le decía: "Eres como un cactus, con espinas por fuera, de piel medio rugosa, pero por dentro supertierna y delicada". Ella coincidió conmigo en esa descripción tan figurativa y nos cagábamos de risa. El primer día que nos conocimos en Ciudad de México, luego de ir a muchos sitios turísticos y de regreso a su hotel, en un puesto sobre la avenida Insurgentes, le regalé un ramo de rosas blancas. Ella me dijo que nunca antes le habían regalado flores, no le creí; ¿cómo era posible que a una mujer tan hermosa jamás le hubieran dado rosas? Era verdad. Hubo muchas situaciones inéditas en nuestra relación, aunque parecieran increíbles. Ana volvió a Montevideo y de regalo me envió no un cactus, sino una suculenta, algo parecido. Yo entonces le mandé un ramo de rosas blancas. Nos regalábamos a la distancia y así nos demostrábamos amor.

    Ana y yo siempre bromeamos sobre mi apodo: Stitch. Yo le decía: "Soy como el Stitch, de un lugar raro (Ciudad Juárez), tengo los dientes sobrepuestos, movidos, soy como un pequeño monstruo que nadie entiende, pero por dentro soy tierno y amable, leal". Yo era su Stitch y ella era mi Cactus; "Cactucienta", decía ella. Yo le decía: "Soy norteño de México, amo a los cactus, te amo a ti". Ella me respondía: "He querido a monstruos más terribles que un Stitch. Te amo a vos por ser lo que sos, un tierno". Estos años compartimos a la distancia, ella vino a México y yo fui a Uruguay, no tanto como hubiéramos deseado, hicimos lo que las circunstancias nos permitieron. Ella vino más veces. Este país representa un refugio, un anhelo y una oportunidad, capaz que los que vivimos aquí no terminamos por entender. Acá teníamos un futuro. Allá o acá, aquí o allá, a pesar de todo y contra todo, nos amamos. Nos dimos, nos peleamos, nos encontramos, nos sufrimos, nos tuvimos, nos extrañamos y nos encontramos, acá en el aeropuerto Benito Juárez, allá en el aeropuerto de Carrasco. Nos amamos desde que nos encontramos ese primer día en Ciudad de México. Desde aquel primer chile en nogada que mi Cactus comió, ahí en la terraza frente al monumento a la Revolución la conquisté, capaz.

    Ana y yo compartimos presencia física desde febrero hasta mayo de 2024. Yo le dije, le prometí: "Si te internan, me voy a Montevideo". A los tres días de eso estuve ahí. La mayoría de los norteños que conozco somos hombres de promesas, al estilo de los personajes de Cormac McCarthy. Pasamos unas semanas en el Hospital Evangélico, luego otras semanas más en la casa de Ana mientras la trataban de su enfermedad. Desafortunadamente, volvimos al Evangélico y pasamos ahí una semana más. Compartimos todos los días juntos, yo la cuidaba, o eso pensaba, en retrospectiva me doy cuenta de que ella me cuidaba a mí, ella nos cuidaba a todos, como siempre lo hizo. Tenía un corazón tan grande que nos dio todo, esa fue su máxima expresión de amor para todos los que la rodeábamos. A mí, a sus hijas, sus padres, hermanos, amigos, conocidos y a todos, ella siempre nos dio lo mejor de sí misma. Por eso ha dolido tanto su partida. Ojalá le hubiéramos correspondido con el mismo amor.

    Ana y yo estamos en una habitación del Hospital Evangélico. Karla me mueve la mano tratando de despertarme. No estoy dormido ni despierto, sino en un estado de alerta desde hace dos meses, como en un ensueño consciente, roncando pero escuchando todo. Ana ya no respira. Su papá va en búsqueda de la enfermera de turno, ella le habla al médico de guardia, checa los signos vitales, nos da el pésame. Es de madrugada, nos vamos del hospital. En unas horas es el funeral, todo es muy extraño para un mexicano. En la funeraria no hay café, no hay flores, no hay mariachi, no hay tamales ni tacos. Después de un largo y breve camino por las calles de Montevideo, las mismas que Ana y yo recorrimos, llegamos al panteón, ponen el ataúd en un nicho. A los treinta minutos todos se van. Han pasado menos de 12 horas y ya está. No entiendo nada. Los amigos de la Embajada de México no alcanzaron a llegar, estaban en un evento. Me quedo en el panteón alrededor de una hora, estoy con Andrea y Horacio. Todo para mí es un shock. Me acompañan a comer, vamos a una parrillada, un asado. No recuerdo bien cuándo fue la última vez que comí bien, todo es confuso. La última semana, el papá de Ana, Karla y yo habremos dormido entre tres o cuatro horas al día. Pascualinas, empanadas y milanesas del hospital. Ahora un asado derecho. Mientras como las fritas, el mundo se me viene abajo, Ana ya no está y capaz que pude haber hecho más. Todo se derrumba. El mundo, una mierda.

    Ana y yo caminamos tres cuadras para ir de nuestro hospedaje a donde está mi familia en Atlixco, Puebla. Es el 31 de octubre de 2023, un día antes de su cumpleaños. Vamos a una fiesta sorpresa a la que tuve que convencerla con mil excusas. Quedémonos a ver pelis, me dijo, y yo ya había preparado el pastel y un festejo para ella en complicidad con mi hermana. Ana comió un poco de carne asada estilo norteño, quesadillas, nopales asados, partió el pastel mientras sonaban las Mañanitas en la voz de Vicente Fernández. No entiende nada. Sonríe, nos abrazamos, está feliz, manda videos a Montevideo compartiendo las peculiaridades del festejo acá en México. Toda mi familia la ama. Nos ven contentos, somos una pareja en construcción, en diferencia, pero siempre apoyándonos, amándonos. De camino a nuestra estancia le digo: "Y tú que no querías venir". Ella me contesta: "Pero es que me hubieras dicho". Le respondo: "¡¿Ves cómo sí eres cactus?!". Ana me abraza en la penumbra de la calle y me besa, es su forma de agradecimiento; yo la abrazo con fuerza y la constriño contra mi cuerpo, somos uno en el instante de la eternidad. Vamos, que hay que descansar porque mañana es la boda de Itzel y Gabriel, me dice. Caminamos en la felicidad de la noche y nos amamos.

    Ana y yo compartimos nuestra vida estos últimos años. Nada es heroico en el amor, nada es rescatable en la muerte. Ella me amó, yo a ella. Montevideo me dio el amor más grande de la vida y también me lo quitó todo. Goodbye, mi Cactus, mi Ana, sí, mía estos últimos meses y después de su muerte. La fotografía de su vida es mía. Nuestra imagen. En positivo y en negativo, en plata sobre gelatina o en digital. Nosotros en latencia y representación. Gracias, María y Cecilia. Teresa y Marcial. Karla. Alicia, Alfonso. Sebastián, Jimena. Horacio y Andrea. Pablo y Gimena. Fernando y Jorge. Ariel, Carmen, Olga, Rebeca, Eliza. Gracias a todos en Uruguay y México. Más que naciones, somos personas que nos amamos entre y por nosotros.

    Gracias, Ana, por todo el amor que me diste y me dejaste, que me sobra para esta vida y la otra, cuando pase los volcanes sagrados, cuando nademos entre mazapanes y flores de cempasúchil, cuando te encuentre y estemos de nuevo juntos en el Mictlán.

    Tuyo siempre

    Jorge Arreola Barraza

    Coyoacán, Ciudad de México