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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl profesor Pablo da Silveira dedicó hace tiempo una de sus excelentes columnas en El País al derecho de libre expresión (22/11/2016).
Nada se puede criticar de su exposición. Lo único que cabe es adherir totalmente a ella. Una tesis que posee una muy larga tradición en el mundo occidental. Tradición que conviene evocar de continuo en el Uruguay actual. En el cual, el articulista de referencia y, desde menor jerarquía, el suscrito percibimos en algunos grupos políticos una fuerte tendencia a desvalorizar el derecho a la libertad de expresión.
La tentación totalitaria anda rondando por ahí, diría el gran Jean François Revel. O, en versión autóctona, muy similar, se podría decir, con Carlos Vaz Ferreira, que las almas tutoriales andan haciendo de las suyas.
Dice con toda razón Da Silveira que “El respeto a la libertad de expresión se vuelve importante justamente ante lo que nos molesta. En general no nos cuesta dejar hablar a quienes nos elogian. De hecho, estamos encantados de que lo hagan. El verdadero respeto a la libertad de expresión se muestra cuando nos abstenemos de censurar a quienes dicen cosas que nos desagradan y aun a quienes son injustos en las críticas que nos hacen. Eso vale para todos, y muy en especial vale para los gobiernos”.
Tiene toda la razón. ¿Quién podría no compartir tales afirmaciones? Salvo, claro está, esas almas tutoriales que, como bien advertía Vaz Ferreira, son (siempre) demasiadas y se hallan por todas partes. Con graduaciones, es cierto, porque algunas lo son más y otras menos, pero no por eso dejan de ser tutoriales.
Hay muchos y valiosísimos antecedentes en el repertorio ideológico de la civilización occidental que avalan esas afirmaciones. Desde los insuperables desarrollos de Stuart Mill hasta el famoso apotegma de Voltaire: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo” (dando por supuesto que la frase haya sido realmente suya, lo que es un tanto dudoso).
Mucha razón tenía François-Marie Arouet (o quien haya sido) cuando, aun en la discrepancia, anunciaba su indeclinable apoyo a la libertad de expresión de sus contradictores o adversarios.
Tenía bien en claro que el respeto y la protección de los derechos de los demás no está impuesta solo por motivos altruistas, sino por el propio y egoísta interés de uno mismo. Porque la violación de los derechos de los demás suele no ser más que el prolegómeno de la violación de los propios. Quien tenga interés en no ser la próxima víctima del atropello de los poderosos o de las jaurías furibundas que pululan por las redes sociales (cancelaciones mediante) debe integrarse de inmediato en la columna de apoyo a los eventuales agredidos de hoy. Sin vacilar. Y reconociendo, sin ambages, el interés egoísta de tal actitud.
Hay otro aspecto que es una característica muy significativa y rotunda de nuestra Constitución nacional y es poco señalado por los especialistas en derecho constitucional (al menos hasta donde llegan mis relativos escasos conocimientos en esa parte de la ciencia jurídica).
Me refiero al especial texto del artículo 29 de nuestra Constitución actual (que viene siendo reiterado, idéntico en lo sustancial, al menos desde la Constitución de 1830): “Es enteramente libre en toda materia la comunicación de pensamientos por palabras, escritos privados o publicados en la prensa, o por cualquier otra forma de divulgación, sin necesidad de previa censura; quedando responsable el autor y, en su caso, el impresor o emisor, con arreglo a la ley por los abusos que cometieren”.
La particularidad a que me refiero es la inclusión del vocablo enteramente, que se emplea, deliberadamente, para caracterizar el concepto de ser libre y que nos llega, al menos, desde el texto constitucional inicial del año 1830.
Para entender bien el significado de la inclusión de ese adverbio, hay que tener en cuenta que nuestro sistema constitucional y legal en la materia es muy viejo y muy sabio. Y merece ser difundido y recordado continuamente.
Tiene un origen ya bastante lejano y de magnífico linaje. Nace con el liberalismo inglés en el siglo XVII, afirmándose luego en el constitucionalismo estadounidense, en cuya sociedad la libertad de prensa encuentra sus mejores desarrollos. Se afianza en su estructuración con base en dos libros fundamentales que encarrilaron una muy honrosa tradición ya varias veces centenaria: Ensayo sobre el gobierno civil de John Locke (del año 1690, junto con sus justamente célebres Cartas sobre la tolerancia) y Sobre la libertad, de John Stuart Mill (del año 1859).
Y sobre tan ilustres bases nuestra Constitución impone que la expresión de las ideas será “enteramente libre” y que quien ejerza ese derecho será responsable por los “abusos” que cometiere y siempre en forma “posterior” al ejercicio de su derecho a la libertad de prensa (y, más genéricamente, de expresión del pensamiento).
Esto implica:
a) No se puede admitir ninguna restricción previa a la libertad de expresión. El periodista o cualquier otra persona siempre podrá decir o escribir todo aquello que le venga en gana ni se podrá imponerle que diga o escriba otra cosa. Y eso, sin que nadie pueda impedirle tal conducta, por muy agraviante que sea lo que plantee o por evidente que sea la ilicitud civil o penal de tal conducta.
b) Este derecho es el único que nuestra Constitución califica de “enteramente” libre, y la elección del vocablo, a la luz de los orígenes y los antecedentes del sistema y de la referida tradición que ilumina su alcance, no fue casual, sino que posee un inequívoco significado.
c) Pero inmediatamente se aclara que el periodista o cualquiera que haga uso de su derecho a la libre expresión de sus ideas —a quienes no se puede impedir jamás que digan lo que se le venga en gana o no que no digan lo que no desean decir— son inmediatamente responsables de los “abusos” en que incurrieren (solo de los “abusos”). Con lo cual queda muy claro que el ejercicio de la libertad de expresión puede conducir a actos abusivos y que, cuando eso sucede, la conducta deja de ser lícita para pasar a la esfera de la ilicitud sancionable.
d) Y, también de inmediato, se aclara que la responsabilidad y la sanción deben ser siempre aplicadas después del ejercicio de la libertad de expresión, nunca antes. Pero que, aunque posteriormente, deben ser inexorablemente impuestas por los órganos jurisdiccionales.
La sabiduría con que se organizó este sistema es muy evidente: la libertad de expresión del pensamiento es demasiado importante en sus funciones de garantía de los derechos del hombre y de medio indispensable para el progreso intelectual de la humanidad como para permitir siquiera la posibilidad de una restricción indebida.
Y esa es el motivo de ser de la inclusión de la expresión enteramente libre.
Una interpretación contextual del artículo constitucional referido resulta muy ilustrativa. Mejor dicho, resultaría, ya que eso de “interpretación contextual” es meramente una redundancia, ya que jamás la interpretación de una forma representativa susceptible de tal actividad intelectual puede no ser contextual. Es de la esencia de la actividad interpretativa el ser contextual.
Es imposible no recordar las sabias palabras del maestro Emilio Betti: “Rige siempre el canon de la totalidad y coherencia de la consideración hermenéutica. Con él se hace presente la correlación existente entre las partes constitutivas del discurso, como de toda manifestación del pensamiento, y su común referencia al todo del que forman parte: correlación y referencia que hacen posible la recíproca iluminación de significado entre el todo y sus elementos constitutivos”.
Acá aparece un aspecto de nuestra Constitución nacional —poco elogiable, por cierto— que ha sido muy precisamente descripto por alguien que no es un jurista, pero sí un destacado escritor, periodista y gran cultor de eso que algunos llaman el sentido común y que más bien debe llamarse “buen sentido”. Porque no es tan común como sería deseable.
“Las constituciones que empiezan a regir desde el siglo XIX en América Latina, si bien inspiradas en las ideas liberales de la época, tomaron los debidos (acá discrepo, pues yo diría indebidos) recaudos para que, pese a las apariencias, el reconocimiento de libertades y derechos estuviera siempre limitado por una jerigonza que dice lo contrario. Son constituciones que establecen reparos a los derechos que proclaman. Se reconocen libertades siempre y cuando no afecten al bien común, que por cierto no está definido. O se reconocen, pero se aclara que serán regulados por una ley específica”. “Es decir, establecido el derecho, pueden hacerse leyes para reglamentarlo, lo que equivale a limitarlo”. “La Constitución establece esos derechos, pero con un lenguaje que da lugar a interpretaciones varias, incluidas las posibilidades de limitarlos” (Tomás Linn, en Así concebidas: nuestras democracias imperfectas).
Paradigmático es el texto del artículo 28: “Los papeles de los particulares y su correspondencia epistolar, telegráfica o de cualquier otra especie, son inviolables, y nunca podrá hacerse su registro, examen o interceptación sino conforme a las leyes que se establecieren por razones de interés general”.
Plena razón asiste a Tomás Linn en esa crítica. Pero ese contexto permite iluminar con claridad el significado del vocablo enteramente, que aparece en el artículo 29, dedicado a la libertad de expresión.
Este derecho es el único que en nuestra Constitución aparece amparado por una afirmación tan categórica. Y es el único para el cual no se prevé limitación alguna fundada en un pretendido interés general (y digo pretendido porque me integro entre aquellos que creen que el interés general va por el camino de asegurar los derechos individuales con firmeza y sin retaceo alguno y no por dedicarse a inventar e imponerles limitaciones o restricciones). Y eso es algo que nunca debe olvidarse cuando de discurrir sobre la libertad de expresión se trata.
Todo eso viene al caso, como es obvio, por la lamentable inclusión de una norma absolutamente inconstitucional en la proyectada ley de medios, que solo puede provenir de gente con atisbos de almas tutoriales. Leves, puede ser; subconscientes, seguramente. Pero no por eso menos tutoriales.
La postulación de norma tan deplorable ha generado un problema político. Algunos creen que en el Senado debe ser eliminada. Otros, que el presidente debe vetar ese artículo. Y otros creemos que lo mejor es votarlo, aceptarlo y mantenerlo, para evitar conflictos con quienes propusieron ese disparate. Y dejar que sea la Suprema Corte de Justicia la que se encargue de poner las cosas en su justo punto. Al fin de cuentas, esa es su función primordial: enseñar a todos los uruguayos cuál es el buen derecho que debe regirnos.
Enrique Sayagués Areco
CI 910.722-5