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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáParís es la capital de mis sueños. Desde los nueve años, madame Cantos fue la madrina de mi cultura francesa. Yo no lo sabía, y cuando a los 12 no fui más a su casa, festejé porque ya no tendría que estudiar verbos irregulares, cómo saludar, cómo abrir la puerta y de qué lado de la assiette colocar el cuchillo de pescado.
Creo que a los 12 años me perdí una oportunidad de viajar un año a París con mis padres, y no me di cuenta de eso hasta que a los 50 sí hice el primer viaje de mi vida a Europa, justo a París, para trabajar en el primer puerto privado de mi país, Uruguay, que unos franceses construirían para ENCE con mi proyecto.
Una vez firmado el contrato, me invitaron a París para coordinar con su equipo de proyecto los detalles de las obras de agua, muelle, duques de Alba, dragado y terraplén en el río para explanada de carga con protección de costa. Todo, con la tecnología que aún hoy es de punta en la ingeniería más compleja: las terminales marítimas. Allí se juntan la fase sólida terrestre, la fase líquida oscilante del agua, con corrientes, olas, mareas y tsunamis, y la fase gaseosa de la atmósfera, inestable y a veces catastrófica con tifones y huracanes. El diseño y la construcción de las obras marítimas no son para improvisados ni para gente sin nervios de acero; tampoco son para mentirosos. Es para lobos de mar; como los marinos que desafían los siete mares en la navegación de altura.
Esa obra, Terminal Logística Mbopicua, que proyecté y dirigí, me fue reconocida por la Asociación de Ingenieros del Uruguay como una de las obras del siglo, y también en Argentina, Brasil, Colombia y Estados Unidos, donde me solicitaron conferencias. Agradeceré siempre al gran amigo de Uruguay don Fernando Nicolás y a la gran Rosario Pou esa oportunidad, para entregarles una obra de arte, en tiempo, sin sobrecostos, con polución cero y sin accidentes.
Me preparé con mi esposa y estudié qué haría en París para darme una zambullida cultural que nunca antes hubiese esperado. Me ayudaron el padre Livio y también una pareja de amigos que conocí aquí y eran parisinos.
Cuando llegamos, ya desde el aeropuerto, me parecía despertar de un sueño de 40 años; no solo los entendía a todos, incluso hasta al chofer del taxi, sino que, con el limitado vocabulario de un niño de 11 años, podía hacerme entender con “Comment!”, “Oui?”, “S’il vous plait!”, “Merci!”.
Y hasta adivinaba yo por los gestos y los ojos lo que estaban pensando. Era como una película, ¡yo ya era un parisino y no lo sabía!
Había elegido un hotel pequeño en la Rue du Four, en el corazón chic de la Rive Gauche, el XVI Arrondissement, cerca de la capilla de la Medalla Milagrosa para ir a misa todos los días. Después de tres días, yo ya era un personaje más de la mañana del barrio, y la cuidadora corría a abrirme la puerta de la placita Boucicaut en Sevres-Babylone antes de hora para que yo cruzara camino a la capilla.
La aparición de la Virgen en París el 18 de Julio de 1830 se sigue viviendo hoy en la gente de todas las razas que cada día llenan la capilla; un espectáculo de fervor y hermandad inenarrable. Eso explica que por allí pasaran los misioneros a las misiones extranjeras, América, África, Asia, Oceanía, con muchos santos y mártires. Y eso, en el corazón de la ciudad más racionalista y cuna de ateos, la de la persecución a los católicos de la Vendée hasta su exterminio durante la campaña del terror.
Cuando volvía al pequeño hotel, la muy amable conserje conversaba conmigo. Yo le preguntaba a ella porque tenía dos incógnitas todavía. Una, yo no hablo mal francés, si no, ellos no me contestarían. A todos los que hablo me contestan amablemente, pero en inglés. ¿Será que no me entienden bien? Dos, los parisinos son famosos por ser secos y cerrados, especialmente con provincianos y extranjeros. Contestar con un encoger los hombros “Comprend pas” y seguir o un “Pregúntele a un flic”, un policía. Pero a mí me sonríen y me contestan en detalle, ¡hasta van caminando dos cuadras conmigo para mostrarme bien la entrada a la estación del metro!
La garçonne se moría de risa al contestarme. Primero, con mi bigote naranja (no tenía barba), mi sonrisa, una bufanda escocesa, mi British Coat y un buen francés con acento raro, ¡me tomaban por británico, tal como en los cuadernos de Mr. Thompson! Y ningún parisino lo admitirá, pero son los reyes de los cholulos, se mueren por mostrar que saben inglés, y más si pueden contar que hablaron en inglés con un sir británico. Segundo, después de tres meses de lluvia, llegaron días de sol y la primavera. Los cerezos florecidos, los pajaritos cantando y armando sus nidos, los estirados parisinos estaban fascinados y nada les caía mal. Ni siquiera un turista perdido, que ellos odian como la peste.
Fueron muchas las atenciones de mi amigo y su esposa, fuimos abrumados por la cena en el Moulin Rouge, concierto de órganos y coros, en el lado culto, y sus consejos para recorrer desde la Ciudad de la Música al Louvre, desde Notre Dame a la Tour Eiffel, Saint Germain, el paseo del Sena y los parques y las plazas secretos de los barrios.
Para cada parisino, vivir cada día es un papel de actor que la producción le ha dado en el espectáculo más grande del mundo; si uno sigue a la letra el papel que el parisino está interpretando, le da pie y lo alienta; ellos lo integran al acto, le dan pie a uno para seguirlos y lo hacen a uno un parisino. Fue grandioso, yo estudié teatro con Juan Jones de chico, y esos días fueron la culminación de mi carrera. Mejor aún que ser un joven marino Jack en In the Zone, la obra de O’Neill donde debuté.
Hubo miles de instantes mágicos, me quedaré con uno. Buscaba L’Arpege, la maison de Alain Passard, como el sumun de una degustación a mediodía de la mejor nouvelle cuisine. Llegamos a la esquina con mi esposa, cargados de paquetes del paseo por las pequeñas tiendas de alta moda. Le pregunté a un flic, me miró extrañado, estábamos a dos pasos. Solo había una pequeña placa en la puerta del restaurante de la rue de Varenne.
Cuando golpeamos, la puerta se abrió y el propio maitre nos recibió con una sonrisa, “¿su nombre, monsieur, y su reservación?”. No teníamos, éramos turistas. “¡Oh!”, golpeó las manos; tres más vinieron de uniforme, ¡Vinieron sin reservación a L’Arpege!, exclamó el maitre. Unas bocas enormes se abrieron en asombro, “¡ooohhh!”.
“No se preocupen, por una huelga de ferrocarriles, cancelaron recién reservaciones —dijo el Maitre—, y ganaron un premio mayor, una mesa para dos”.
Después, ocho manos nos despojaron de los paquetes, la cartera, los sacos y los sombreros, y con su mejor sonrisa de Audrey Hepburn, mi querida esposa me susurró: “¡Cuando salgamos te ahorco!”, no se esperaba esta sorpresa.
No sé qué fue más disfrutable; si los increíbles pequeños platos del menú, verduras de la chacra de Alain, mojitos, mariscos, peces, un pato exquisito, o el espectáculo de pas de deux de los mozos al servirnos, el maitre mostrándonos los platos especiales a la mesa antes de cortarlos, el sommelier con sus vinos, y los propios comensales franceses que seguían como estrellas las reglas de las buenas maneras francesas, al tomar cada cubierto, al partir el pan, al colocar la servilleta, todo exacto al protocolo, y sin colocar los brazos en la mesa. También nosotros actuamos como franceses, la educación de madame Cantos nos sirvió. Y hasta los turistas orientales, de visita, nos miraban desde lejos.
La magia de Alain Passard no ha terminado, bien se ha ganado sus tres estrellas Michelin. Después siguió vegetariano, ahora naturista; más que un plato, es cultura, y unos momentos mágicos donde uno aprende a dar gracias a Dios por tanta belleza que antes ni siquiera sospechaba.
Ing. José M. Zorrilla