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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSi algún despistado pregunta quién era Raúl Ronzoni, invitarlo a leer. Y cuando regrese y le sigan repiqueteando en la cabeza sus notas, reportajes, investigaciones, entrevistas, columnas y libros, contarle que era una persona que, cuando dejaba el escritorio y decía “ya vengo”, también dejaba un vacío absurdo, como si en lugar de ir a juntarse con informantes de primer o quinto orden —“Siempre hay que llevarse bien con recepcionistas, choferes, guardias y auxiliares de turno.”— se hubiese ido a otro mundo. De quienes tienen la capacidad de hacerte sentir huérfano, como dice Andrés Danza, no se escribe una despedida, sino un reencuentro. “Y si es corto y poco florido, mejor”, pediría Raúl.
También con su cabezonería, caprichos y rabietas insufribles, Raúl fue un gran compañero de viaje. Daba mucho calor a quien se acercara a él. “Entraba rápido en la redacción con su maletín marrón, después de recorrer juzgados y de hablar con fuentes durante horas, cargado de información”, cuenta Elena Risso, Pola, y agrega: “Incansable en su trabajo y generoso con los que éramos nuevos”. Uno de los espectáculos más íntimos a los que accedíamos era el de esa generosidad. Otro era el de escuchar sus historietas e historias, desde el chisme gremial al dato útil que solía terminar en la tapa del semanario. Y siempre, a una hora imprecisa, se retiraba bien perfumado —guardaba su colonia en el segundo cajón— hacia las escaleras del edificio de la calle Uruguay. Tenerlo a tu lado, saber que compartías equipo y aprender de lo que te dejaba ver, era la mejor sensación. Contarlo en pasado, la peor.
Era inteligente, a veces brillante, casi siempre valiente, interesante y divertido, traficante de recetas y lecturas, con un sentido del humor que iba de lo irónico a lo ácido, sin pisar lo guarango, con sitio para el silencio incómodo o la carcajada. Vivió mucho y fue muchas cosas como persona y, como solía escribir: muchas veces al borde, y sin red. Y todo lo hizo con esa elegancia natural que no alcanzaba con respetarlo, había que quererlo, más allá de pasiones chicas que lo envenenan todo. Tenía el raro talento de ayudar, y muchas veces cuando no se sabía qué tanto se lo necesitaba.
Como periodista, tenía esa “pasión por defender la libertad de expresión y la crónica judicial”, dice Edison Lanza; y, según Javier Benech, fue también “el creador del periodismo judicial en Uruguay como un área en sí misma y maestro de muchos que vinieron después”. Yo lo conocí ya de amigo, profesor y luego “mejor compañero de escritorio”, como cuenta Ana Laura Pérez. Una vez le recriminé por qué no nos había enseñado tanto en clase lo que le veíamos hacer en la redacción; entonces se giró achinando esa mirada de perro siberiano, y dijo: “No avivo giles”. Avisó que ya venía, disimulando la risa y yendo a buscar el saco al perchero para irse a “fuentear”.
Hace tres años compró “un celular con guasap” que usaba una o dos veces al mes porque seguía prefiriendo el cara a cara o, pese a todo, el correo electrónico. En abril, la última vez que fui “a pasar consulta” a su apartamento en Valencia —donde vivía con su inseparable Lilián y escribía desde hace 16 años sus columnas como si siguiera fuenteando en Ciudad Vieja, que dice Susana Martínez—, el “nunca viejo ni trapo” renegaba de los quejosos que relatan sus dolencias, aunque ya se agotaba al caminar dos pasos.
Fue un hombre extraordinario y bueno. Tenía mucho en contra para serlo. Y también mucho a favor para ser uno de esos señores que creen que por sus desgracias la vida contrae una deuda con ellos y gastan sus años pretendiendo hacérsela pagar a los demás. Nunca tuvo esa tentación. Tenía la virtud infrecuente de ayudarte a pensar, el raro poder de hacerte cambiar de opinión, y un poder aún mayor, el de cambiar la suya si lo convencía otra idea. Jugaba en esa liga, y decía que era periodista desde hace más años de los que hubiese querido, haciéndolo además de manera tan pasional e ingobernable que a veces desconcertaba por ese filo en el que se manejaba ya sea entre colegas, lectores, políticos, jueces y fiscales. Era su manera de estar en el mundo. Raúl tuvo un impacto muy grande en la vida de quienes lo conocimos y parece increíble la idea de este “ya vuelvo” para siempre.
* Todas las personas citadas en esta carta trabajaron con Raúl en Búsqueda.
Juan Pablo Mosteiro